- El profesor y escritor Javier Vitoria hace teología con sentido de realidad y defiende una mística para la "humanidad sobrante", que vive en permanente estado de alarma. Nos emplaza a trabajar por una nueva normalidad y a la acción conjunta de la ética y la política para no dejar atrás a nadie. En el Foro Gogoa desveló las señales anticipadoras, que nos desvela la pandemia, de que otro mundo y otra normalidad es posible. Pero advierte que no hay recetas mágicas.

¿Qué puede aportar la teología en tiempos de pandemia?

-El filósofo y teólogo peruano, Gustavo Gutiérrez, dice que "la teología no es más que un hablar enriquecido por un callar" y lo que hacemos los teólogos es reflexionar sobre el callar, que es la praxis, la oración, el modo de vivir de las personas, cristinas o no, que tratan de afrontar esta situación de pandemia. La teología acoge la realidad que padecemos como experiencia humana singular y palabra de Dios oportuna para convertir toda situación, por dramática que sea, en un tiempo favorable de salvación.

En su libro No hay territorio comanche para Dios asegura que está siempre presente. ¿También ahora?

-En cualquier circunstancia, situación o acontecimiento Dios está presente, no solo para caminar a nuestro lado, sino para hacer posible que se cumpla su promesa, la promesa del Reino de Dios. No existen territorios humanos prohibidos para Dios, su hábitat natural son esos lugares de destrucción y muerte donde se amontonan las víctimas de la barbarie. Es allí donde Dios se convierte en Testigo molesto, airado y literalmente furioso de lo que está pasando hoy en el mundo.

¿Es la pandemia un lugar teológico?

-Es una catástrofe histórica de dimensiones mastodónticas, que ha generado un shock social, político y económico global de consecuencias todavía imprevisibles. En la pandemia ha quedado herida la vida misma, la convivencia, la razón, la política y la religión. Este acontecimiento tiene una significación que afecta al sentido de la historia y que, por ello, está reclamando a la praxis de las personas cristianas una respuesta y una toma de posición. Nos invita a contemplar y discernir los signos de la presencia de Dios, a obedecer su voluntad interruptora de la normalidad anterior a la pandemia y a cuidar de la vida en las situaciones de desahucio de nuestra sociedad.

¿Dónde estamos en este momento?

-En una especie de ojo del huracán. Los estados nacionales ya no pueden resolver los problemas, carecen de recursos suficientes, de conocimiento, de dinero y de poder para protegernos. Tampoco existe gobernanza global, que es el procedimiento más adecuado para conseguir los objetivos de igualdad, democracia, prosperidad y transición ecológica.

¿Que nos depara entonces el futuro?

-Alguien me preguntaba antes de mi intervención en el Foro Gogoa: ¿Eres optimista con la salida de la pandemia? Pues no, no soy optimista. La esperanza no tiene nada que ver con el optimismo histórico. No sabemos cómo vamos a salir de aquí. Pero antes incluso de la pandemia estábamos ya instalados en esa situación de incertidumbre. La crisis financiara del 2008 puso el punto final a una visión del futuro como tiempo de la promesa, del desarrollo, del crecimiento y nos hizo experimentar la condición terminal de nuestro tiempo. El futuro era ya entonces más difícil de predecir que nunca. Y ahí seguimos, en pleno shock pandémico, sintiéndonos impotentes para planificar nuestro futuro.

¿Esperanza sin optimismo?

-La esperanza es una virtud que nos hace esperar contra todo optimismo. La memoria de Jesús, el Crucificado, nos recuerda esto. Jesús no fue nada optimista sobre su vida en la cruz, pero tuvo esperanza en que su muerte tendría sentido para la causa del Reino. Las tradiciones mesiánicas no son un abracadabra con efectos mágicos, sino relatos de resistencia que emanan del recuerdo del sufrimiento acumulado en la historia. La experiencia cristiana nos dice que hay posibilidades inéditas de salvación y de vida, pero de ninguna manera deberíamos sustanciar esta responsabilidad dando testimonio de una esperanza barata, que no encuentra justificación práctica en nuestro comportamiento.

Defiende que la normalidad era el problema.

-La situación de pobreza de la "población sobrante", como les denomina el papa Francisco, nos enseña que el estado de alarma en el que estamos viviendo es, en verdad, su normalidad. Por eso me uno a quienes han levantado su voz para decir que la normalidad era el problema. Sin rebajar un ápice la gravedad de la crisis que estamos padeciendo, con esto queremos decir que no deseamos volver a esa normalidad injusta. El objetivo de la normalidad que viene, para que sea de verdad nueva, es acabar con el sufrimiento de las víctimas de este sistema injusto y normalizado en el que vivimos.

¿Qué es lo que hemos repetido una y otra vez para que nos parezca normal?

-La filósofa Ana Carrasco-Conde escribe que "lo normal no es más que un modo de actuar que se ha perpetuado lo suficiente como para dibujar la horma que da forma a nuestra perspectiva de la realidad". Nos parece normal que no se deje entrar a los refugiados, la violencia de género o la mercantilización de bienes y servicios básicos, ahora de las vacunas. Lo normal es que las farmacéuticas busquen el máximo beneficio económico y solo quienes sean solventes podrán sentirse a salvo. El virus se va a convertir en un factor de la muerte del matar, es decir, de la ley cainita del exterminio y del asesinato. Se morirán no porque les mate el virus, sino porque no les damos el antídoto.

Formule una mística para la "humanidad sobrante".

-Es una mística en favor de aquellos a quienes hoy se les niega un presente y un futuro dignos de la condición humana. Una mística "de ojos abiertos", en expresión del teólogo Juan Bautista Metz, que asuma la tarea de cepillar el pasado y el presente de la historia a contrapelo. Es decir, una mirada desde los de abajo, desde la perspectiva de la sabiduría compasiva del Dios de la tradición cristiana, que suele resultar tan poco razonable y tan insensata para la razón hegemónica del perplejo siglo XXI como lo fue para la de siglo I. Cuando San Francisco de Asís observó la realidad con la mirada del leproso, le cambió la vida. Necesitamos ver la realidad con los ojos de quienes están en las listas del paro o del hambre, porque su dolor es siempre sagrado.

El virus tiene un efecto paradójico: iguala a las personas pero, al mismo tiempo, agrava las desigualdades.

-Antes de la pandemia, el relator de la ONU Philip Alston denunció que el 26% de los españoles ya se habían quedado rezagados y su vida normal era alarmante, como consecuencia de la pobreza que padecían. Esta cifra ha ido creciendo exponencialmente por los efectos sociales y laborales de la pandemia. En España, el 10% de la población más rica concentra el 57,6% del patrimonio y casi una cuarta parte está en manos del 1% de superricos. Cargados de razón compasiva, el economista Thomas Piketty habla del "cinismo del dinero" y Mario Benedetti del "canibalismo económico". El informe Oxfam de enero de 2021 nos describe la letalidad del virus de la desigualdad.

¿Esta pandemia es una oportunidad para detener lo que hemos estado haciendo mal?

-Hay una cuestión que desde hace siglos permanece inamovible y marca nuestra normalidad prepandémica: seguimos caminando, cada vez más aceleradamente, sobre cadáveres -que son los esclavos, campesinos y obreros de anteayer, los judíos y gitanos de ayer, y los pueblos empobrecidos de hoy- y sobre ruinas -de las culturas arcaicas y del aire, del clima, de la naturaleza-. Me atrevo a afirmar que ningún futuro digno será posible sin conflictuar con los intereses hegemónicos que dirigen la marcha del mundo y sin transgredir la normalidad establecida. De lo contrario me temo que el futuro solo será una clonación del presente para las víctimas de nuestro mundo.

¿Nos agarramos a falsas seguridades?

-Estamos a punto de iniciar 2022 con el deseo de que nos vaya mejor. Algo que, dadas las circunstancias, tampoco es desear demasiado. Pero debemos abandonar cualquier optimismo acrítico y las falsas seguridades en nuestro sistema tecnológico, social, político y económico, que es insostenible, individualista y profundamente injusto. La salida tendrá que ver con inéditas formas más humanas y fraternas de convivencia para esta vieja humanidad; y de vínculos de relación con la naturaleza y los seres vivos en los que prime la comunión y el cuidado.

¿Hay señales anticipatorias de que otra normalidad es posible?

-Durante el estado de alarma hemos regenerado el potencial de solidaridad y creatividad en nuestro tejido vecinal y ciudadano. Además de atender la emergencia social, hemos reforzado lazos desde la clave de la gratuidad y se ha abierto una fisura en la globalización de la indiferencia. Estas prácticas vecinales o gremiales nos hablan de bienes que no tienen precio y de la posibilidad de una normalidad abierta al misterio de la gratuidad.

¿El cuidado deber ser considerado como un principio político?

-Este virus nos está permitiendo reconocer el cuidado colectivo de la vida como esencial y la urgencia de ponerlo en el centro, desfeminizándolo y redescubriéndolo como un valor universal. La cultura del cuidado constituye un orden alternativo al de la explotación y dominación de la vieja normalidad. El cuidado se ha introducido en el corazón mismo de la democracia para transformarla desde dentro. Es lo que desde el feminismo se denomina «cuidadanía».

¿Hay que decrecer para que otros vivan?

-Esta es la propuesta que hacen algunos movimientos ecologistas. Yo prefiero la palabra sobriedad, que también significa decrecer para que otros vivan. Si no tomamos decisiones personales y colectivas en ese sentido, no habrá salida. Si las tomamos igual tampoco, pero nuestra responsabilidad es hacerlo.

Entonces, ¿sobriedad compartida?

-José Ignacio González Faus ha insistido en una propuesta que tiene esa capacidad irruptora de la que hablo: caminar decididamente hacía una civilización de la sobriedad compartida como respuesta ética y política a la interpelación de Jesús sobre el peligro de la riqueza. La asunción de esa propuesta nos sitúa ante la elección de ser pobres en el siglo XXI, sacude nuestra indiferencia y nos recuerda que comprar es siempre un acto moral y no solo económico. En resumen, nos plantea una elección práctica decisiva para el futuro de la humanidad.

Pero nos resistimos a perder privilegios.

-Es quimérico y engañoso pensar que será posible superar la actual situación de desigualdad ganando todos y no perdiendo nadie. A corto y medio plazo esto es literalmente imposible. El modelo de buena vida sancionado por las democracias ricas no es universalizable. No hay recursos materiales suficientes para ese objetivo y además sus propietarios no están dispuestos a desprenderse de ellos en aras de la igualdad y de la fraternidad.

¿No le parece que somos como los romanos de la época de Jesús, cómodos en nuestra riqueza, seguros en nuestro poderío?

-El papa Francisco habla de la cultura de la indiferencia. No empatizar con el sufrimiento ajeno es el gran problema que tenemos. Y cuando digo ajeno, no me estoy refiriendo a nuestra familia, vecindario o instituto religioso. El mercado y los mercaderes han asegurado su tiranía a base de consumo y diversiones, de pan y rosas, de la misma manera que los emperadores romanos aseguraron su poder mediante repartos de trigo y sesiones de circo.

¿Es un mensaje también para no creyentes?

-Tenemos muchas más dificultades para creer en los demás que en la existencia de Dios porque afecta a nuestro bolsillo, no solamente a la cabeza o al corazón. Hemos renunciado a nuestra responsabilidad a cambio de seguridad. Necesitamos cambiar de mentalidad y de comportamientos para que nuestro modo de vivir sea irruptor de otra normalidad que ofrezca vida y felicidad a las víctimas de la injusticia.

¿Cúal diría que es hoy el mayor reto para el catolocismo?

-En las actuales circustancias, su más acuciante desafío es detener e invertir la dirección de la tendencia cultural que desde hace más de veinticinco años lo va convirtiendo en superfluo. Por lo general, el factor mesiánico se ha vuelto irrelevante para la mayoría de los católicos, que actúan en la vida cotidiana más o menos igual que quienes no lo son. Nada hay más mortal para el cristianismo católico que ser culturalmente irrelevante, y ética y políticamente infecundo. Es un precio carísimo, que está pagando por haberse limitado a ser, en palabras de Metz, "una religión para las festividades burguesas".

¿Qué podemos esperar de la Iglesia? Hay quien pierde la fe por su inmovilismo.

-Gracias a la bombona de oxígeno papa Francisco, seguimos respirando. Va a ser muy difícil transformar esta Iglesia porque Francisco no ha tenido tiempo, ni lo va a tener. Con Juan XXIII y el Concilio Vaticano II, la jerarquíaía era más plural que en la actualidad, pero yo no voy a utilizarla para justificar mis mediocridades cristianas porque nunca me han impedido ser fiel al Evangelio y aceptar la invitación de seguir a Jesús.

¿Qué posibilidades tiene un cristianismo liberador en la actual situación de la Iglesia?

-La Iglesia católica tiene el peligro de que su enorme carcasa institucional no esté sostenida por una suficiente vitalidad comunitaria en su interior. La Iglesia no debe inhibirse de los problemas sociales, vivir encerrada en las sacristías y abandonar su tarea histórica de ser contracultura, respuesta y alternativa a la cultura imperante. Son ya muchas las personas que no se sienten valoradas, visibles y eclesialmente incluidas.

Celebramos la Navidad en una sociedad herida, más pobre y vulnerable ¿Las bienaventuranzas de Jesús siguen siendo una respuesta hoy?

-Jesús de Nazaret se atrevió a llamar ya bienaventurados a quienes están en la pobreza, tienen hambre o lloran. No pudo esperar a que el tiempo lo solucionara todo en el futuro, interrumpió la normalidad de su tiempo y defendió su dignidad. Jesús no fue ningún feliciano ingenuo, cuyo discurso invitaba a la resignación. Al contrario. Sus palabras eran un gesto de resitencia a aceptar como normal la teología oficial de la desgracia. Hoy, lo nuevo por venir, si llega, vendrá por las rutas, muchas veces desiertas, de la libertad, la responsabilidad, la comprensión, el cuidado, la gratuidad y la solidaridad local e internacional.

"La esperanza no tiene

nada que ver con el optimismo histórico"

"Ningún futuro digno será posible sin transgredir la normalidad establecida"

"La cultura del cuidado constituye un orden alternativo al de la explotación y dominación

de la vieja normalidad"

"La sobriedad

compartida es decrecer

para que otros vivan"

"El virus se va a convertir

en un factor de la muerte,

del matar"

"Nada hay más mortal para el cristianismo que ser culturalmente irrelevante"