l último atentado de la semana pasada perpetrado por el Estado Islámico (IS) en Bagdad ha recordado amargamente al mundo industrial dos verdades sumamente incómodas : que el fanatismo musulmán sigue en liza y que los ejércitos regulares continúan sin tener una respuesta satisfactoria contra las guerrillas.

Después de la alianza general contra el IS y su consecuente erradicación del Oriente Medio como entidad política con soberanía territorial, la opinión pública occidental se ha desentendido del “imperio del terror” creado por el Bagdadi. Pero el IS sigue existiendo y matando incluso sin su carismático líder de los años de esplendor, el Bagdadi. IS sigue hoy tan activo como en sus mejores tiempos y lo hace en tres frentes: Afganistán, África subsahariana y el Oriente Medio.

Esta supervivencia del terrorismo fundamentalista en emplazamientos tan distantes tiene un denominador común: la extrema debilidad política e institucional de los tres escenarios.

El Irak -escenario del último atentado de IS- es casi una entelequia política que solo se mantiene en pie gracias al empeño (y las subvenciones) de las grandes potencias occidentales, así como un endeble equilibrio social basado en una corrupción desbocada. En Afganistán el panorama es idéntico. La única, relativa, diferencia es que aquí la sociedad es tribal desde la Edad Media y la corrupción se atiene a las normas del clientelismo. En cuanto al África subsahariana, IS y toda una pléyade de bandas armadas subsisten ante todo ante la impotencia e inhibición de unas entidades políticas que jamás se ocuparon realmente del bienestar de las respectivas poblaciones.

Las grandes potencias occidentales tampoco acometieron el problema africano más que en aquellos -más bien, pocos- casos en que el caos y el terrorismo afectaban seriamente sus intereses. Y para más inri, las veces que los occidentales han intervenido ha sido solo una terapia de los síntomas. Decapitados los grupos más inquietantes, las potencias volvían a desentenderse de los problemas del Continente Negro.

Se podría decir que con buena razón. Porque la guerrilla ha supuesto para los ejércitos regulares un problema insoluble desde la época del Imperio Romano. Insoluble porque la guerrilla -como el terrorismo, hasta cierto punto- es un problema político; no existiría sin el apoyo de la población civil. No son los generales, sino los ministros quienes han de acabar con las guerrillas. Y resolver agravios sociales, injusticias, hambres y discriminaciones requiere mucho dinero, mucha buena voluntad y un fino sentido de la justicia: el que admita que también existen los derechos de los otros. A lo largo de la Historia han sido pocos los Gobiernos que afrontaron y resolvieron con éxito semejante problema.

Pero, en cambio, han sido -y son- legión los que le cargan este muerto a los militares de carrera.