Hasta ahora, el 12-F recordaba al espíritu del presidente franquista Arias Navarro. Dentro de diez días, abrirá la espita por un tiempo indeterminado del juicio más politizado que se recordará durante décadas en la Justicia española. El procés libra su suerte ante el Tribunal Supremo. Tras una polémica instrucción mediatizada por la discutida interminable privación de libertad de los encausados y los efectos jurídicos en torno a un grupo de exiliados voluntarios por la causa, llega la vista oral. Mientras los presos son trasladados a prisiones madrileñas en vergonzosas celdas individuales, ya suenan las trompetas de la solidaria rebelión callejera. Pero al mismo tiempo también se descorcha la agitación de ese irrefrenable ánimo de venganza del triángulo de la nueva derecha que tensionará al límite el pulso político y al que no podrán sustraerse las contradicciones cada vez más palmarias del soberanismo catalán. En los cálculos electorales nadie olvida que las últimas sesiones de este litigio salpicarán la campaña -como mínimo- de unos comicios locales y europeos cargados de aviesas intenciones.

España funciona por inercia, no por acción política. A Catalunya le ocurre lo mismo. El Congreso sigue debatiendo con desgana unos Presupuestos simplemente para que pasen los días del calendario y la esencia del Gobierno se destila paradójicamente en esos desayunos de mantel que tanto gustan en el Foro, donde en este caso el verbo incisivo de Carmen Calvo aprovecha el hueco para leer la cartilla a sus opositores, que no callan. La vicepresidenta sangra por la herida después del estropicio socialista de Andalucía y por eso advirtió a PP y Vox de que no pueden seguir exprimiendo su frivolidad con la inmigración y la violencia de género. En el mismo descargo les recordó contundente el derecho del País Vasco a recibir su transferencia de Prisiones porque “todos tenemos que cumplir la Constitución”. Vista la reacción de los populares alertando sobre el desmantelamiento del Estado, ya nadie escucha al diferente. El ambiente se ha enmarañado de tal manera que resulta insoportable.

En un entorno electrizado por las escuchas barriobajeras del BBVA de Francisco González, la tormenta interminable de la izquierda desunida, las comunas de los desafiantes taxistas y las carcajadas sonoras por algunos datos del último CIS, la principal preocupación de cada mañana parece reducida a darse cuenta de quién quiere apuñalarte a tu lado. Pepu Hernández, por ejemplo, se creía inmune tras recibir la bendición de Pedro Sánchez para pelearse con Manuela Carmena y le han amargado su sorprendente candidatura. Íñigo Errejón, por su parte, ni se asoma a la primera fila de la tormenta después de abandonar a su suerte a quienes le dieron tanto ánimo desde fuera de Madrid. Escarmentado en camisa ajena, el presidente ha decidido semana tras semana revestir su agenda de esa pasión internacional que siempre te aleja del riesgo de las bombas caseras de relojería y, de paso, abrillanta tu perfil.

Quim Torra, a su vez, ha sumido a la ciudadanía catalana en la inacción gubernamental. Lo suyo es el papel de activista comprometido para liberar un día a su pueblo del yugo español mediante la proclamación de la independencia. Al empeño ha volcado todo su tiempo y mucho dinero público. De momento, ha decidido reducir toda la actividad propia de su cargo institucional a seguir semana a semana el juicio del 12-F. Realmente, tampoco se va a notar demasiado semejante parón. Otra cosa es que contribuya a elevar en ERC, su socio de gobierno, la latente indignación que viene provocando esa patética gestión sometida a la voluntad teledirigida de Carles Puigdemont.

La proyección internacional del juicio al procés crea pavor en la Corte porque las repercusiones se imaginan todas diabólicas. El alcance de la sentencia genera pánico porque se presupone un castigo ejemplar ante semejante desafío territorial a la unidad de la patria. ¿Y al día siguiente de la condena? La misma oscuridad, aunque para entonces quedará una menor capacidad de maniobra en la búsqueda de una salida racional, como reconocen quienes siguen desalentados el devenir de esta causa. Es muy posible que en las dos trincheras del conflicto empiece a cundir con fuerza la sensación de que los errores se acabarán pagando muy caros. Empieza la función.