Para saber científicamente si una campaña electoral tiene efecto en las decisiones de voto de las personas, en puridad habría que aplicar un método similar al que se usa para validar la efectividad de los medicamentos. Deberían formarse dos grupo de electores, representativos y suficientemente amplios, y exponer a uno solo de ellos a los mensajes, mientras al otro se le aísla del ruido propagandístico. Luego habría que medir si el comportamiento en urna ha sido diferente, y cuantificar la desviación. Esto, obviamente, no se puede hacer porque es técnicamente inviable. Así que ponderar si una campaña -entendiendo por tal el periodo establecido de exposición a la publicidad política- sirve o no, queda al albur de la opinión más libérrima. En Estados Unidos se hicieron algunos estudios hace décadas, en la era previa al auge de las redes sociales, y se llegó a publicar que una campaña podría hacer mover un 3% de las preferencias. Un porcentaje de este nivel es casi siempre decisivo, especialmente en los sistemas de representación mayoritaria. Alguien, por cierto, preguntó si los norteamericanos gastaban excesivo dinero en campañas, y ese alguien obtuvo una respuesta recogida en la primera edición del libro Freakonomics, de Steven D. Levitt: emplean más dinero en comprar chicle que en patrocinar el show de la política. Fin de la discusión: tomemos la campaña como lo que realmente es, un entretenimiento necesario y la representación de las últimas zancadas en recta de meta de una carrera de fondo.

Lo contaba Alicia Ezker el viernes en este medio: se abunda y resalta lo superficial y el discurso político de fondo, el que de verdad debiera interesar, sucumbe ante la oportunidad de conseguir el impacto facilón. Es una puerilidad que todavía las leyes establezcan un periodo de campaña electoral como tal, y más que digan que ha de haber una jornada de reflexión, espacio similar al del niño al que mandan al rincón de pensar durante unos minutos. Estas pasadas semanas hemos visto candidatos circunspectos, en espera del momento, diciendo aquello de que “todavía no puedo pedir el voto, pero me gustaría decir que?”. Claro que se puede pedir el voto, todos y cada uno de los días del año, y para hacerlo no hace falta enunciar frase explícita alguna. Cualquier actuación política que se transparente hacia la opinión pública, por sí misma, es una apelación al voto o al antivoto, o debiera serlo. Es lo que caracteriza a los sistemas democráticos, específicamente; la oportunidad de ejercer un juicio crítico y evolutivo de lo que hacen los poderes públicos y sus representantes. Y más ahora, cuando las redes conforman un magma de informaciones y opiniones que supera cualquier constricción legal, temporal o de magnitud de audiencia. Los cambios políticos más relevantes no ocurren porque los propicie una campaña electoral, sino porque la sociedad decide operarlos tras valorar un rumbo que no comparte.

El fenómeno de los últimos años en materia de comunicación política son las noticias falsas. Y por tales hay que entender no las inexactitudes o sesgos editoriales que se pueden encontrar diariamente en cualquier medio de comunicación, sino una creación destinada específicamente a generar un cambio en la sensibilidad del votante, y que se difunde por canales que no son los convencionales. Existen porque existe la credulidad y todos llevamos un móvil en el bolsillo, que a través de las mismas pestañas de notificación nos puede mostrar un mensaje de nuestra madre, la foto de un gatito o la última información sobre qué ha dicho o hecho Sánchez. Va bien que haya mecanismos de verificación, y en primer lugar los propios de las plataformas por las que circulan a la misma velocidad noticias y bulos. Google o Facebook ya han creado sus propios sistemas de control, igual que WhatsApp te dice si un mensaje ha sido reenviado, señal de que quien te lo manda no lo ha escrito y en cambio lo ha podido recibir de no sé sabe quién. Lo que me parece sarcástico es que haya medios muy tradicionales, en algunos casos con no poca historia de manipulación periodística a sus espaldas, que se arroguen hoy la capacidad de ser también quienes actúen como árbitros de lo que es falso y lo que no. Miren los cuates que componen la plataforma Comprobado, presentada esta semana, y procuren aguantar la risa al menos hasta depositar el voto.