ni Pablo Casado ni Albert Rivera habían nacido cuando el dictador Francisco Franco murió atestado de tubos, tensiómetros, apósitos, jeringas y sondas. ”El equipo médico” habitual, como definían los partes informativos al yerno doctor y sus colegas, intentó prolongar su vida hasta más allá de lo posible, quizá para ganar tiempo y borrar rastros.. Los dos líderes emergentes de la actual derecha extrema española, con tanto descaro como ignorancia, no tienen ninguna intención de apoyar el desalojo de la momia del dictador del mastodóntico mausoleo que él mismo mandó construir para su propia gloria y para perpetuación de su memoria.

Los que tenemos ya una edad, los nacidos en la postguerra, sí conocimos a Francisco Franco, vaya si lo conocimos. Podemos decir sin exagerar que llevamos toda una vida con Franco como segunda piel antes presente y ahora de cuerpo presente. En nuestra infancia Franco fue imagen ubicua en la escuela, en las calles, en los libros y en las iglesias. Franco fue un No-Do permanente, enaltecido en plazas y avenidas hasta hacerse normal su aparatoso título de Caudillo y Generalísimo. Difícil olvidar sus veraneos en Donostia, el fondeo exclusivo del Azor en la bahía, los colosales atunes pescados con su maestría e intrepidez, el baboseo servil de las autoridades locales y eclesiásticas, las ovaciones emocionadas a su paso en coche descubierto. En nuestra juventud Franco fue el represor implacable contra quien se estrellaban todas nuestras rebeldías. Franco, Franco, Franco, aclamado en la Plaza de Oriente, dedicando sus desvelos al noble pueblo español, a sus órdenes, siempre a sus órdenes, permanentemente encendida la lucecita del Pardo. Murió en la cama, hecho una piltrafa humana, pero vencedor. Y ahí nos dejó, para prolongar su omnipresencia, a la Señora depredadora, a la hija contrabandista de joyas, al yerno golfo, a la nietísima casquivana, a toda una familia que cuarenta años después todavía goza de la fortuna en joyas, en arte, en inmuebles, en tierras y pazos, fortuna amasada desde la impunidad y el servilismo.

Franco prolongó la guerra hasta que le dio la gana para poder reprimir con ferocidad cualquier asomo de discrepancia, siguió acaudillando el país hasta más allá de su muerte desde su mausoleo de Cuelgamuros de forma que todavía, a estas alturas, se le teme, asusta ofender su memoria y se pleitea para evitarle la afrenta de ser desalojado de su trono eterno. Han pasado cuarenta años, y ahí sigue el Franco perpetuo de nuestra infancia, de nuestra juventud, de nuestra madurez, de toda nuestra vida, venerado hasta la histeria por multitud de fascistas nostálgicos.

Hasta hace nada, ningún gobierno, de derechas ni de izquierdas ha tenido agallas para desalojar al dictador de su tumba de privilegio ante la que se ha venido congregando a fecha fija la flor y nata del fascismo en sobrecogedores aquelarres de camisas azules, correajes, estandartes y banderas victoriosas. Han pasado cuarenta años desde que comenzó a despertarse la memoria de la negra noche del franquismo y él volvió a ocupar nuestras vidas, esta vez para hacer confluir en posibilidad real la aspiración de los perdedores: liberar a la democracia de la afrenta perpetua, acabar con la exaltación perdurable del franquismo retirando la momia del dictador de su lugar de privilegio.

Hace un año y tres meses que estamos exhumando a Franco poco a poco, tan poco a poco que ahí sigue. Se han fijado fechas, se han pronunciado tribunales, se han escrito artículos, se han cruzado agravios y desagravios? pero ahí sigue, bajo la losa que regaron las lágrimas de Arias Navarro. Hay una sentencia del Supremo que otorga el visto bueno al desalojo, parecía que esta vez sí que sí, pero queda al acecho un juez filofranquista que quiere impedirlo, una familia dispuesta a pleitear sin reparar en gastos, un prior capaz de inmolarse sobre la lápida antes de ser profanada. Ahí sigue, el lucero de Occidente, el Caudillo eterno.

No va a sernos fácil quitarnos a Franco de encima. Su exhumación se está pareciendo a aquella decadencia infinita del dictador, su parkingson, su flebitis, sus deposiciones en melena, su muerte inminente que nunca llegaba porque le mantuvieron con vida hasta hoy.