Resaltan las crónicas de esta semana que por primera vez desde la Segunda República representantes comunistas se sentarán en el Consejo de Ministros. Objetivamente es cierto, porque al menos dos de los nuevos han tenido tal militancia -Garzón y Díaz- y lo de Podemos, en general, es no otra cosa que comunismo con Twitter. Alejando maniqueísmos se constata que el hecho no tiene la relevancia que la retrospectiva histórica puede sugerir. El comunismo hoy no necesita significarse como tal, por varios motivos. Uno, evidente, porque pocas dudas hay de que se trata de una ideología con ancestros criminales, lo mismo en aquella URSS que tantos han descubierto este año a través de la serie “Chernobyl” como en la Cuba actual, en la que cualquier disidencia acaba torturada en presidio. Pero hay otra razón menos evidente y es que el colectivismo que cimienta el comunismo ya se ha impuesto rotundamente como canon de ordenación social. Ante cualquier problema miramos al poder público para que nos entregue una solución. En mis tiempos de concejal apareció una día una señora por el ayuntamiento preguntando dónde estaba la ordenanza que establecía la cantidad de centímetros que eran permitidos para que una sábana colgara de un tendedero, puesto que la de su vecina tapaba parte de su ventana. Lo que es un problema meramente convivencial se trasladaba al plano público, encomendado al poder político una norma de obligado cumplimiento, y muerto el perro de la libertad se acaba la rabia. Para todo buscamos una solución fuera de las capacidades propias de la responsabilidad de las personas. Para todo deseamos que imponga el poder una regulación, una coerción en favor de un orden al que sujetarnos sumisos. Y así nos va, desde lo grande a lo pequeño. Me hace gracia que se cuestione si lo de Cataluña es un problema político; claro que lo es, porque aquí todo acaba derivando hacia la política, incluso es política la decisión de si puedes entrar en un cine con una bolsa de palomitas que hayas comprado fuera de sus dependencias. Un cierto comunismo, reconozcase, ya se ha impuesto en la sociedad, el poder del Estado crece continuamente en detrimento del de las personas, y dado que nadie parece cuestionarlo, habremos de convenir que se ha llegado a ese modelo de obediencia que tanto hubiera gustado a los jerarcas del Kremlin.

Un gobierno que se estrena y parece una chula de jamón de Teruel, con una parte magra y una grasilla que nunca se sabe si conviene tragar. Hay un espacio del gabinete que parece más competente, el socialista, y otro, el podemita, cuyo único devenir político va a ser el del postureo que les caracteriza. Unos ministros tienen competencias y presupuestos, y otros sólo disponen del trampantojo de la semántica inflada como todo capital. En uno de los bandos, atención a la presencia de Escrivá en Seguridad Social, porque parece la primera vez en la que el principal problema de nuestro país, las pensiones, es encomendado a alguien que viene estudiado de casa, un tipo que ha reflexionado con datos e incluso ha escrito y hablado públicamente sobre ello. No es poca cosa, si lo que verdaderamente significa es la idea de tomar el toro por los cuernos. En el otro bando, el de Iglesias y su señora, Garzón y compañía, lo que vamos a ver es algo muy parecido a aquellos dibujos animados de los setenta, los Autos Locos, cuando un grupo de coches estrafalarios competían con sus pilotos intentando ganar el título al sprint. En cada episodio había un ganador que alcanzaba la notoriedad. Preparemos nuestra mejor capacidad para asimilar sin desfallecer una tóxica mezcla de tópicos y neolegunajes en el desempeño de estos ministros del grupo de la coleta. Mañana tomarán posesión y seguro que destacarán como los guays que son, o por los atuendos de menesterosos o por amamantar a algún niño en los salones de Zarzuela. A Garzón le han montado un ministerio, de Consumo, con lo que antes se despachaba en una humilde Dirección General, y ahí le quiero ver yo pelear con las casas de apuestas, tal como anuncia. Si es congruente debería prohibir también las que se hacen con el móvil, más adictivas que las presenciales, y por ende la publicidad que hoy da sustento a todas las radios españolas. Y puestos a seguir en congruencia, también habría que acabar con los juegos de azar como los de la ONCE o los de las Loterías del Estado. Demasiado complicado incluso para un totalitario.