enemos una tendencia a mitificar aquello que desconocemos. Cuando nos hablan de cómo en Corea del Sur han sido capaces de controlar la progresión y efectos letales del coronavirus se dice que lo han hecho utilizando desde el principio una estrategia de contención muy eficaz, con la realización masiva de tests y empleando tecnologías de geolocalización para el rastreo de los casos. Es verdad. Pero también imaginamos a los coreanos actuando de manera disciplinada, todos iguales, en fila esperando a ser testados, descargando sus app, actuando milimétricamente como se espera de cada uno de ellos. Y creemos, erróneamente, que eso forma parte de algún tipo de dotación genética oriental que les predestina por nacimiento a comportarse de manera gregaria y obedecer órdenes. Al contrario, lo que rige en su actitud no es la adhesión a una norma emanada de la autoridad, sino un mayor sentido de la corresponsabilidad personal. Por razones educativas y sociales tienen interiorizado algo que por otras latitudes escasea: lo que corresponde a la libertad de cada cual no puede ser sustituido por decisión impuesta. En sentido complementario, la responsabilidad de cada cual tampoco puede diluirse en las responsabilidades colectivas. De manera que si en Corea del Sur la mejor estrategia de contención ha sido la de trazar la línea de los contactos, enterarse bien de quienes eran portadores del virus, y emplear una aplicación móvil para situar los casos en su entorno, todo ese despliegue ha sido posible porque quienes tenían que ponerlo en marcha eran personas conscientes de lo que se jugaban. Personas que comparten con los demás, no tanto con su gobierno, unos valores cívicos. Como añadido de interés puede decirse que en aquel país, con un número de habitantes muy similar al de España, el gasto público y el gasto sanitario per cápita son menores que aquí -aunque también se trata de una población con menos ancianos-, y que el 60% de los hospitales son privados.

Vivimos confinados y esperando que alguien nos diga si se puede empezar a salir de casa, o al menos que se permita a los niños bajar a la acera. Esperando una indicación. El estado de alarma que se ha decretado es una modalidad constitucional que, a diferencia de los de excepción y sitio, no puede restringir los derechos civiles, incluido el de circulación y desplazamiento. Es una modalidad pensada para que el Gobierno asuma prerrogativas de mando excepcionales, como el de autoridad sanitaria o mediante la posibilidad de ordenar que ciertos sectores productivos reciban instrucciones. Pero en sentido correcto, no es la herramienta que capacita al poder público para decirle a un ciudadano que no puede estar en una calle o moverse a donde quiera. Sin embargo, hemos aceptado pacíficamente que el Gobierno decrete todo un confinamiento a través de la declaración del estado de alarma, cuando las libertades constitucionales no pueden calzarse mediante un instrumento que está pensado para otra función. Tal es así, que estoy seguro que cualquiera que haya sido multado estos días podría recurrir la sanción, y los tribunales deberían darle la razón. Ya de paso, que esas mismas policías que tanto gustan de emplear bolígrafo -en esto da igual el color rojo, verde o azul del uniforme- dejen de alardear de manera tan obscena en los medios de comunicación y las redes sociales de lo eficaz que es su acción punitiva.

Limitar la transmisión de un virus respiratorio depende muy mucho de lo que hagamos cada uno de nosotros. Las normas sanitarias están claras y se conocen desde hace décadas. Evitar contactos directos, mantener distancia, lavarse las manos, extremar la higiene, emplear algún tipo de protección. Todo es sencillo de hacer y debe formar parte de una alfabetización básica con la que contaran los ciudadanos. Bastaría que se produjera un cambio sencillo en la actitud de cada cual para que entre todos pudiéramos generar la mejor estrategia de contención, más allá de lo que diga el BOE. No sería necesario que se nos impusiera una reclusión domiciliaria, o que ahora se esperara con ansias el momento en el que el ministro levante un pulgar para autorizar a los niños a dar una vuelta a la manzana. Se diría que necesitamos el ordenancismo, que todo esté prescrito y alguien nos prescriba qué podemos o no hacer. Preguntémonos si la fortaleza social consiste en aceptar dóciles lo que se nos diga, o construir las opciones civiles desde la base de la libertad y la responsabilidad individua.