a Unión Europea se encuentra inmersa -desde hace tiempo, pero más intensamente con ocasión de sus crisis, como esta de la pandemia- en unos debates que son cruciales para determinar su futuro. Hay cuestiones técnicas, otras que tienen que ver con las condiciones establecidas en sus tratados y con los las limitaciones presupuestarias, pero el asunto de fondo seguirá siendo el que se nos plantea siempre que hay un desafío que obliga a redefinir el nivel de integración.

Ante ello se forman dos bandos irreconciliables: quienes quieren seguir como hasta ahora, ignorando la novedad de las situaciones y el de los que plantean un salto en el vacío, como si los avances en la integración pudieran efectuarse sin tener en cuenta las diversas opiniones públicas o la persistente realidad de los Estados miembros como una variable de la que pudiera prescindirse.

Cuando escribo esto aún no ha terminado la historia de las intensas negociaciones en el seno de la Unión Europea, de sus instituciones y entre los Estados miembros. No hay vía libre a los eurobonos (como querían los países del Sur y rechazaban los del Norte) pero tampoco habrá condiciones para los préstamos, de manera que ni unos países ni otros han conseguido exactamente lo que querían, como es corriente en las negociaciones que caracterizan a esa entidad política tan peculiar que es la UE. Esto terminará seguramente con un conjunto de medidas monetarias, rebajando los costes de financiación y suavizando las constricciones presupuestarias. Si no conseguimos resolver bien en Europa la presente crisis, tendremos el panorama político polarizado entre unos populistas que celebrarán el cierre de fronteras y lamentarán la ineficacia de Europa (frente a la eficacia de los regímenes autoritarios) y unos federalistas que soñarán con una salida por elevación sin tener en cuenta la real heterogeneidad de la Europa actual. Nunca he sido partidario de la dicotomía egoísmo/solidaridad a la hora de abordar los debates de la Unión Europea porque moralizar los problemas nos introduce en un mundo de culpabilizaciones que impide entender sus dimensiones.

Es mejor partir de la idea del interés propio bien entendido y abordarlo desde la perspectiva de lo común, tratando de identificar las amenazas y oportunidades que compartimos. En vez de plantear los debates como un asunto de estados contra estados, haríamos mejor en reflexionar sobre lo que podemos compartir y en los intereses de los europeos. La prevista Conferencia sobre el futuro de Europa será una excelente oportunidad de revisar el modo como tomamos las decisiones, la distribución de competencias y su legitimación democrática.

El futuro de esa Europa cuyas deficiencias vamos identificando a través de nuestros sucesivos errores se decidirá en medio de intensos debates, con intereses que no son fácilmente conciliables, pero el acierto dependerá de que consigamos descubrir qué tipo de amenaza compartimos y qué innovación democrática tenemos que llevar a cabo para hacerle frente.

Este artículo se incluye en el Manifiesto Ibérico: Destino Europa