na ley del siglo XIX, concretamente de 1870 (todavía en vigor, y tan solo modificada parcialmente en 1988) regula la concesión por parte del gobierno de la "gracia del indulto", término con el que se subraya el carácter discrecional de esta decisión que ha de aprobarse mediante acuerdo del Consejo de ministros y publicarse en el BOE. Si atendemos a la cifra medida de indultos concedidos en los últimos años, que ronda los 400 cada año, podemos afirmar que no es una medida tan excepcional como de inicio cabría imaginar.

Cada vez que surge la polémica en torno a la concesión de algún indulto la cuestión clave es cómo proyectar un control sobre los conceptos de "justicia, equidad y utilidad pública" a los que alude la ley como razones que permiten dar cobertura a la concesión de esta medida; un indulto podría llegar a ser arbitrario si el Gobierno no justifica en alguno de estos motivos la decisión adoptada.

Tal y como acertadamente señalaba hace días en estas mismas páginas Iñaki González, el indulto es en cierto modo una enmienda a la Administración de Justicia. Según a quien favorezca pasa de ser una gran y justa decisión (por ejemplo, así se valoró tal medida por el PSOE y por el PP el indulto al ministro Barrionuevo) a convertirse en un anatema cuando sus destinatarios pueden llegar a ser, como ahora ocurre, los condenados por la Sala Segunda (Sala de lo Penal) del Tribunal Supremo en el juicio del procés.

Los Reales Decretos mediante los que el Gobierno aprueba o deniega un indulto son recurribles ante la Sala Tercera (de lo Contencioso-Administrativo) del Tribunal Supremo. Su jurisprudencia ha evolucionado en los últimos años: primero estimó que tal medida de gracia era un acto de imposible fiscalización por parte de cualquier tribunal y posteriormente ha reconocido que el Tribunal Supremo sí puede ejercer cierto control para evitar que la discrecionalidad se convierta en arbitrariedad.

En realidad, hay dos dimensiones de control: una primera es de carácter estrictamente formal, consistente en que el expediente debe incluir la petición de los preceptivos informes al establecimiento penitenciario donde los destinatarios de indulto cumplen condena, al propio tribunal sentenciador, a la Fiscalía y, en su caso, a los perjudicados por el delito.

La segunda potencial dimensión de control judicial es de tipo argumental, como podrá ocurrir en el caso ahora objeto de polémica: previsiblemente, el expediente de los indultos a los presos del procés contará con los informes en contra de la Fiscalía y de la Sala de lo Penal del Supremo; ello no impide tramitar el indulto, pero el gobierno deberá argumentar, deberá motivar y concretar en qué razones de "justicia, equidad o utilidad pública" basa o fundamenta el indulto.

Si el gobierno las concreta en su argumentación la capacidad del tribunal (que tiene la última palabra) para controlar esa motivación será en realidad muy limitada. ¿Por qué? Porque el concepto de "utilidad pública" resulta muy difícil de objetivar y su apreciación corresponde al poder ejecutivo y no al poder judicial.

Tal y como acertadamente señaló Xabier Gurrutxaga, el indulto a los condenados por sedición en la causa del procés asienta su justificación en razones de justicia material y también en motivos de utilidad pública: en primer lugar, porque los hechos por los que han sido condenados los políticos catalanes tienen una pena excesiva si lo comparamos con sus equivalentes en países europeos. En segundo lugar, porque existe una razón de utilidad pública, concretada en que el indulto contribuiría a la pacificación y al fortalecimiento de la convivencia social entre los propios catalanes.