ecesitamos cambios, necesitamos nuevas etapas. Todos debemos tomar decisiones, yo entre ellos”. Alberto Núñez Feijóo (Os Peares, Ourense, 1961) se abre camino en el PP ungido, señalado, por una mayoría de dirigentes del partido que ven en el líder de la Xunta la figura indicada para recuperar la unidad, combatir el sanchismo y ejercer de dique de la ultraderecha. Templanza en las formas, más que en el proceder ideológico, en una formación donde mediáticamente empuja el sector más radical. “En este momento, en la situación en la que estamos, todos, y cuando digo todos por supuesto yo estoy entre ellos, debemos de tener la responsabilidad de estar a la altura de las circunstancias. No se trata solamente de pedir que cambien personas, sino de proponer alternativas, pero eso en un partido democrático lo tienen que pedir los militantes y las personas que tienen derecho a voto en el partido”, manifestó ayer el líder gallego.

Con los galones de cuatro mayorías absolutas en Galicia desde que recogió el cargo de vicepresidente en 2003 tras el polémico hundimiento del Prestige, como protegido del exministro de Sanidad José Manuel Romay Beccaría, Feijóo fue forjando una imagen de político conciliador y buen gestor que, a juicio de muchos, convirtió el PP gallego como una filial de cariz nacionalista, aunque la semblanza estuviera distorsionada. Amén de su fama de conservador moderado, arrastra el lastre de aquellas fotografías en las que compartía yate y vacaciones con el narcotraficante Marcial Dorado, una amistad con un personaje relacionado con el contrabando y el tráfico de drogas. No le pasó factura. Las instantáneas se hicieron públicas en 2013 y tres años después firmó su tercera mayoría absoluta. La defensa de lo público tampoco figura en su hoja de servicios, salpicada de recortes: ha cerrado uno de cada diez colegios públicos, eliminando la gratuidad de los libros escolares y limitando en ellos el uso del gallego, mientras ampliaba las subvenciones a colegios privados concertados. Añádanle la maquinaria clientelar gestada y súmenle las privatizaciones en el sector hospitalario, la desaparición de las cajas públicas y el índice de pobreza en Galicia, que supera el 22%. Es decir, que lo que mejor ha gestionado Feijóo es su imagen para que nada de esto le pase por encima.

Hay quien sostiene que si Vox no es nadie en su feudo es porque ya anida en las políticas de la Xunta, una presidencia cimentada en el éxito del PPdG en las zonas rurales, ya que no gobierna en ninguno de los siete grandes núcleos urbanos de la comunidad, salvo en Ourense, donde lo hace en coalición con un imputado por corrupción. En las generales de 2010 la izquierda y el BNG superaron al partido de Feijóo en unos 300.000 votos. Y en las últimas autonómicas, con los mismos 41 escaños de 2016, le bastó con el hundimiento de los morados (Galicia en Común) y un socialismo renqueante -frente a un soberanismo que triplicó sus votos- para liderar una nueva, y última, legislatura. El compromiso por el que no se decidió a dar el paso en Génova tras la salida de Mariano Rajoy.

Feijóo consiguió un poder orgánico que jamás tuvo Fraga, y una vez aterrice en Madrid habrá que observar cómo son sus relaciones con el sector ayusista, que se guarecerá un tiempo al albur del mesianismo que viste al presidente gallego. Pero hay personalidades que se construyen bajo una distopía.

“Necesitamos cambios, nuevas etapas. Todos debemos tomar decisiones, yo entre ellos”, admite a punto de recalar en Madrid

Le persiguen sus fotos compartiendo yate con el narcotraficante Marcial Dorado, y sus políticas de recortes en el sector público