erle entrar en casa, con la mascarilla puesta, cubriendo la boca y la nariz, dejando a la vista solo los ojos por encima, unos ojos asustados, fue esta semana un golpe de realidad en medio de la irrealidad generada tras decretarse el estado de alarma el pasado domingo por la crisis del coronavirus. Ya no era algo que les pasa a otros, ya era algo que nos pasaba a nosotros. Y por mucho que sabíamos del tema, que habíamos leído, escuchado, escrito, pensado... todo se te viene un poco encima cuando de pronto te ves que tienes que convivir con el coronavirus en tu casa y tratar de mantenerlo a raya. Te tienes que aislar todavía más, poner distancia, la tengas o no, empezar a organizar una nueva logística en el hogar y prepararte para un duro encierro, mas todavía que el que tenías pensado cuando creías que la enfermedad estaba en el aire pero no en tu espacio. Esta es una de esas pocas veces en que lo positivo se vuelve negativo. Y hay que intentar darle la vuelta, cuanto antes.

En nuestro caso, por suerte, la sintomatología del positivo no es grave, por el momento presenta varios de los síntomas que se pueden manejar en el hogar, y pese al susto y al miedo que se te mete en el cuerpo, es casi peor la sensación de sentir que tienes algo dentro que costará tiempo sacar, que el malestar que te provoca.

Una llamada del centro de salud te da tranquilidad. Los profesionales sanitarios están contigo desde el primer momento, con el enfermo en este caso y con la persona que convive con él, que pasas automáticamente a estar en cuarentena bajo vigilancia médica. Te preguntan síntomas, estado físico, cómo te sientes, qué necesitas... Te dicen que estés atenta a la fiebre de los dos, y eso implica tomar la temperatura mañana y noche y que al menor cambio o empeoramiento llames de nuevo a los teléfonos que te facilitan. Porque allí siguen ellos y ellas, médicos y enfermeras y resto de personal sanitario, para seguir cuidándonos presencial o telefónicamente. Tenemos suerte de tenerlos. Mucha suerte. Ahora realmente nos estamos dando cuenta de la importancia de contar con un sistema publico de salud, uno de nuestros pilares como sociedad.

Poco después te mandan por correo todas las indicaciones a seguir, tanto para el paciente que ha dado positivo, que en ese momento ya no está en condiciones de leer nada, como para la persona que está en cuarentena como cuidadora principal, que más vale que te las leas bien despacio. Incluso mejor imprimirlas y tenerlas bien visibles porque las necesitas permanentemente.

Las directrices son claras, las habíamos escuchado antes, pero ahora llega lo complicado: ponerlas en práctica. Lo más importante aislar al enfermo lo máximo posible. En nuestro caso, en una casa pequeña, confortable eso sí, pero pensada para una pareja sin hijos, con profesiones de no estar demasiado tiempo en casa, con un dormitorio, un estudio, un salón con sofá cama, la cocina y... un baño. Sí, un baño. Así que nos toca una situación un poco más complicada y desde ese momento la lejía se convierte en un compañero inseparable, con el spray que preparas siguiendo las indicaciones de limpieza que ta acaban de mandar, más o menos dos tapones de lejía para un litro de agua. Y comienzas a limpiar todo lo que se haya podido tocar, manillas, interruptores, grifos, baño... Y eso ya se queda fijo, cada día, varias veces.

Una vez hecho el reparto de espacio y la limpieza inicial, que no es poca porque hay que tratar de eliminar cualquier posible resto del virus también de toda la ropa, incluidas sábanas, toallas, mantas... toca seguir el resto del protocolo: guantes, mascarillas, gel desinfectante de manos, paracetamol... bajar a la calle y comprar. Bueno, intentarlo al menos. Es ahora cuando me pregunto de verdad qué estará haciendo la gente con mascarillas sin usar en casa o con guantes que tal vez no utilizarán nunca y botes de gel que en el mejor de los casos se les caducarán. Si todos y todas hubiéramos comprado lo justo cuando lo necesitáramos, ahora los que realmente lo necesitamos si podríamos tenerlo, empezando por los sanitarios, que tampoco tienen y son los más expuestos, pero no ha sido así. Por suerte la farmacéutica de siempre, la que te conoce y te cuida todo el año, te vende la última caja que le queda de guantes y te da opciones ante la falta de mascarillas, porque lo esencial es que el enfermo pueda tenerla, sobre todo para los momentos en que sale de su cuarto para compartir espacio común (a dos metros de distancia si es posible) o cuando tú entras en su habitación, para evitar que te contagie. Y sales de la farmacia a la calle y camino del portal te cruzas con una mujer con mascarilla que, o bien está incumpliendo el aislamiento o no se ha enterado todavía que quien tiene que llevarla es el enfermo. En fin, ojalá seamos solidarios y a medida que el virus pase de una casa a otra, porque pasará, nos vayamos pasando el material que nos quede.

Lo dicho, no es fácil arrancar este momento de cura y reposo con tranquilidad, y eso que es un caso leve. Estás nerviosa, hay tanto miedo en el ambiente, tanta tensión que se te contagia un poco. No sabes lo que se te viene encima. Desconoces si los síntomas pueden empeorar y no quieres ni pensar en esa idea. Además, le entran las dudas como enfermo y una cierta culpa. ¿Dónde me he contagiado, he podido contagiar a alguien más de mi entorno? ¿Qué podía haber hecho para evitarlo? ¿Estuve con alguien en situación vulnerable? Pero es mejor no pensar hacia atrás, sino mirar para adelante, que es donde nos toca actuar y avisar a quien estuvo en contacto estrecho para que tome medidas y se vigile los síntomas.

El panorama para los próximos días es complicado, pero una de las cosas para mí más importantes de conseguir es que cuando el coronavirus entre por la puerta, el amor no salte por la ventana. Esto es una prueba de amor, y no de las fáciles, porque el amor no entiende de mantener la distancia estando tan cerca, de no verte, no hablarte, no sentirte... Amor a distancia puerta con puerta. Echarte de menos cada rato que pensabas estar cerca. Una nueva experiencia. Es lo que toca, mucho amor en otro formato.

Y luego viene la parte de comunicarlo, "he dado positivo", a quién y cómo, para no crear alarma. La respuesta es buena, la mayoría somos conscientes de que por esto pasaremos unos cuantos, ojalá los que menos. Lo mejor, la familia y los amigos, que enseguida se ofrecen para ayudarte en lo que puedan y necesites. Se preocupan por cómo estás, los dos, el enfermo y el contacto estrecho, ahora en cuarentena. También hay algunos, pocos, que les sale el lado, no sé cómo llamarlo, ese que solo se preocupa de si ayer estuvo contigo por si se ha podido contagiar. Son los menos.

Esto va cambiando muy rápido y hay que adaptarse a lo que llega. Qué días aquellos de contar los contagios y los contactos uno a uno. Ahora somos varios cientos ya en Navarra, miles en el Estado. Y tú estás en casa, sabiendo que formas parte de las estadísticas. Y que aunque hoy estás sana, quizás mañana pases al lado de los positivos y tu protocolo cambia.

Mientras tanto, los días son muy parecidos unos a otros, autocuidados, llamadas del centro de salud para seguir el estado del paciente y quedarte en casa, y en eso último creo que no hay mucha diferencia con otras personas que están sanas en su casa. Pero la sensación aquí es de hospital, con tu bandeja de comida de un cuarto a otro, la limpieza, la mascarilla... Hay que marcar horarios y rutinas y tratar de mantenernos lo más activos posible para que el calendario no se nos caiga encima. La vida en estado de alarma, sobre todo si estás contagiado por el coronavirus, es como un scape room al revés, hagas lo que hagas y aunque pases todas las pruebas no saldrás de la habitación. Es cuestión de tiempo. Solo te queda aceptarlo cuanto antes, descansar, recuperar energía, seguir las indicaciones médicas y, si las fuerzas te lo permiten, aprovechar el aislamiento para todo aquello que nunca pensaste hacer, porque nunca te imaginaste que te verías en esta situación. Lo mejor de todo: no se tiene coronavirus para siempre, se cura, al menos en la mayoría de los casos. Resistiremos, como la canción que escuchamos cada tarde por las ventanas. En eso estamos.