an sido, en definitiva, 2.351 horas que han paralizado, y cambiado, el país. No todas han transcurrido con la misma velocidad y durante algunas parecía que el tiempo se había congelado. Pero con la desescalada iniciada hace ya algunas semanas la vida ha ido volviendo a las calles, plazas, comercios, carreteras, fábricas, oficinas, terrazas, bares, montañas y playas que el estado de alarma vació.

El 14 de marzo fue necesario echar mano por segunda vez en democracia de este instrumento constitucional. Y si en la anterior ocasión -durante la huelga de controladores aéreos-, solo duró 15 días, en esta ha tenido que prorrogarse seis veces.

Hoy se tiene prácticamente la certeza de que el coronavirus circulaba libremente por España antes de febrero, pero desde la confirmación del primer positivo el 31 de enero hasta finales del mes siguiente, se mantuvo un escenario de contención en el que las autoridades aconsejaban extremar las medidas de higiene y poco más.

Y así fue hasta el 9 de marzo: un día después de la celebración del 8M saltaron todas las alarmas al duplicarse la cifra de contagios hasta los 1.204 y elevarse a 28 las muertes.

Ese día se gestó el embrión del estado de alarma con unas primeras medidas -como suspender las clases durante dos semanas en las zonas más afectadas o aconsejar el teletrabajo-, diseñadas para impedir, en palabras del ministro Salvador Illa, “ir al escenario de Italia”, donde ya regían las limitaciones a la movilidad entre ciudades y se había pedido a la ciudadanía quedarse en casa.

Pero no lograron evitar el desastre porque el intruso llevaba ya tiempo campando entre la población, así que tras una histórica y larguísima reunión, el sábado 14 de marzo, el Consejo de Ministros decretó el estado de alarma. El virus había alcanzado ya a 5.753 personas y matado a 136.

Ya entonces las cifras sobrecogían pero lo peor estaba por venir. Apenas una semana después, las víctimas mortales diarias empezaron a contarse por centenares y en tres semanas se rozó el millar: 950 muertos en 24 horas. Era el 2 de abril y había contabilizados 10.003 fallecimientos oficiales. Muchos más de los que los servicios funerarios podían asumir. Hubo que improvisar morgues en lugares como pistas de hielo y aparcamientos.

Lo mismo ocurría con los hospitales. Cada día el país amanecía en vilo esperando que la maldita curva empezara a doblegarse para aliviar el sistema sanitario, sometido a centenares de ingresos diarios, muchos -demasiados- de los propios profesionales de la salud.

Faltaban medios, los que llegaban eran escasos y defectuosos... Hoteles medicalizados, recintos feriales reconvertidos en ucis gigantescas... Por muy poco, se consiguió esquivar el colapso. Pero el sistema y sus profesionales están agotados.

Si hay algo que ha desgarrado los corazones de todos a lo largo de estos 98 días ha sido la situación de las residencias, que ha puesto en jaque un modelo que se ha revelado letal para nuestros mayores. Desde el 8 de abril se espera saber el dato oficial de los ancianos que han perdido la vida en ellas en esta pandemia; sin embargo, a día de hoy solo se puede intuir una cifra sumando las que por su lado van dando las comunidades autónomas, y que ronda los 20.000.

Casi tan doloroso como ello es imaginar el terror de los supervivientes, condenados a la soledad de sus habitaciones sin poder recibir visitas. Y eso sin pensar en las sospechas que se ciernen sobre las residencias madrileñas de que no derivaban ancianos a hospitales por orden del Ejecutivo regional.

El poco consuelo de muchas familias está ahora en las cerca de 200 investigaciones penales emprendidas por la Fiscalía, casi la mitad de ellas en Madrid, y otras tantas diligencias civiles y la veintena de procedimientos en marcha en distintos juzgados.

Desde el minuto uno del estado de alarma llegó la crisis económica. Era inevitable porque el confinamiento provocaba una caída abrupta de la actividad y del consumo. Y, por supuesto, precipitaba el aumento del desempleo. La crudeza de la pandemia, además, hizo necesario un sacrificio aún mayor para la economía del país: el Gobierno ordenaba el cese de toda actividad no esencial del 30 de marzo hasta el 9 de abril.

El parón ha provocado inevitablemente la destrucción de puestos de trabajo, 900.000 en los meses de marzo y abril. Además, en ese periodo 3,3 millones de personas se vieron afectadas por expedientes de regulación temporal de empleo (ERTE) de fuerza mayor.

Ahora el empleo se está empezando a recuperar con la vuelta de la actividad, y los ERTE se mantienen en muchos casos, pero hay sectores muy dañados con esta crisis. Sobre todo el turismo, que espera impaciente el levantamiento de la alarma y la apertura de fronteras para empezar a notar algún alivio.

Cuando estalló la epidemia en España, por un momento pareció que la clase política afrontaría medianamente unida esta crisis. Fue eso, un momento. Porque aunque las principales medidas, como la primera declaración de alarma, el cese temporal de actividad no esencial o los ERTE, suscitaron grandes consensos, a medida que la crisis se alargaba y crecían las cifras de contagios y víctimas aumentaron las críticas al Gobierno por parte de la oposición y de algunas comunidades autónomas.

La escasez de material de protección, pruebas PCR o mascarillas primero, y la caída económica, después, intensificaron esas críticas y elevaron el tono de los debates políticos, sobre todo de las sucesivas prórrogas del estado alarma.

Y del tono elevado a la crispación máxima, con descalificaciones de todo tipo en los debates parlamentarios y graves cruces de acusaciones entre algunas administraciones, como ha ocurrido con los continuos encontronazos entre el Gobierno central y el de la Comunidad de Madrid.

Difíciles parecen en este momento los grandes consensos de reconstrucción, dado el nivel de tensión entre el Gobierno y el principal partido de la oposición, el PP. Con Vox directamente el Ejecutivo no cuenta.

Este tiempo ha traído también, no obstante, alianzas hasta hace nada imposibles, como los sucesivos pactos con Ciudadanos por parte del Gobierno ante la sorpresa o la desconfianza de socios habituales como ERC. Pedro Sánchez, en cualquier caso, está decidido a continuar con la geometría variable toda la legislatura, empezando por los próximos presupuestos, más cruciales que nunca. Habrá que ver también si en la Comisión de Reconstrucción del Congreso los partidos logran algún consenso que lleve a reformas o medidas que ayuden a sacar el país adelante tras esta crisis.

Pese a que hemos visto actitudes reprochables e incluso vergonzantes, esta crisis también deja momentos, grandes gestos y sacrificios que esta sociedad nunca va a olvidar.

La lucha incansable de los sanitarios a costa, en muchos casos, de su salud y de sus propias vidas; los aplausos que les dedicaron los ciudadanos cada tarde a las ocho; las múltiples muestras de solidaridad entre las comunidades y asociaciones de vecinos, volcados en ayudar a los mayores y a los más vulnerables.

Y a los cajeros, farmacéuticos, estanqueros, transportistas, repartidores, fruteros, panaderos, pescaderos, carniceros, limpiadoras y a todos aquellos imprescindibles que hicieron el confinamiento un poquito más fácil al resto.

A España le espera ahora un camino muy difícil hacia la reconstrucción. La caída ha sido abrupta y tal vez por eso los más optimistas esperan que la recuperación sea rápida. Pero volver a cifras positivas de crecimiento o empleo no será suficiente esta vez.

Y es que hay un clamor para reforzar el sistema sanitario y evitar que vuelva a sufrir, porque de esta ha salido exhausto.

El virus, además, sigue ahí y no se puede bajar la guardia. Entramos en la nueva normalidad manteniendo las normas de higiene y distancia física, y la obligatoriedad de mascarillas en sitios cerrados y siempre que el distanciamiento no sea posible.

Porque el estado de alarma acaba. Pero no el coronavirus, una amenaza que no se irá hasta que no haya una vacuna o un tratamiento efectivo para combatirlo.