una de las maneras más cutres de hacer televisión es la de explotar la telerrealidad de individuos que se dejan desnudar por las sedientas cámaras de la intimidad de lo ajeno en un ejercicio de destrucción del legítimo respeto que toda persona merece y que debe defender a todo trance. La moda de desnudar cuerpos y almas frente al ojo catódico provoca una cascada de programas de difícil catalogación por lo que supone de destrucción de la imagen de quienes se ponen a tiro de guionistas y realizadores. Tras catorce ediciones de Gran Hermano, insaciable producto conducido por una futura víctima de este planteamiento televisivo, se puede contemplar en la actualidad un programa infumable, desdichado y malparido que se llama Un príncipe para Corina, que en su título hace un extraño guiño al célebre personaje que apareció y desapareció en el entorno del monarca borbón con acelerada velocidad. Una jauría de sabuesos tras la bella Corina a quien hay que ligar y seducir ante los ojos de miles de espectadores que siguen las andanzas y desventuras de pretendientes de Penélope que conforman una porquera recua de varones elegidos a lazo con criterios rozando el límite de la inteligencia y dignidad. Las preferencias de la bella rubita, los intereses cruzados de los aspirantes al amor, los musculados brazos que exhiben sin recato ante las cámaras van construyendo un guión que llega a aterrorizar por la simpleza, estupidez y flojera de los muchachos que sueñan con una tórrida noche con la Corina de turno. Cuatro vuelve a insistir en una mecánica de programa ya probada y fracasada con Quién quiere casarse con mi hijo que ahora trastoca papeles pero mantiene filosofía y dinámica narrativa. La presentadora sigue enfundándose en ridículos vestidos que la convierten en esperpento de una ridícula comedieta de baja estofa.
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