Compañía: Micomicón. Texto y dirección: Laila Ripoll. Intérpretes: Manuel Agredano, Marcos León, Mariano Llorente, Juan Ripoll. Lugar y fecha: ENT, 1/11/10. Público: Un centenar de espectadores.

LAILA Ripoll, alma mater de la compañía Micomicón, ha conseguido con Santa Perpetua una obra con espacio para la risa, para el llanto, para la emoción, para el miedo, para la esperanza y para el desprecio, entre otras cosas de nada. Un catálogo de situaciones que dejan los sentimientos a flor de piel. Una obra muy estimable, casi perfecta, en suma, a la que tal vez se le podría objetar un desenlace que habría que engrasar un poquito más para que no chirríe, y, a mi parecer, una escena en la que la santa del título entra en éxtasis para confesar muy oportunamente las claves de la historia. Algo que parece más inspirado por el narrador que por el Altísimo, pero que habría que mantener, además de por el servicio que presta a la narración, porque el actor que la interpreta (Marcos León) te coge por las entrañas, te lleva en volandas por donde le place y te deja luego en la butaca con las piernas temblando.

Situada en un espacio deliberadamente vetusto, casi decrépito, y en un tiempo más cercano, pero que puede no ser exactamente el actual, Santa Perpetua es un ajuste de cuentas con el pasado. Ese pasado que ha dejado una huella dolorosa en uno de los protagonistas y un estigma sangrante en la conciencia de su antagonista femenina. Una llaga nunca cicatrizada, pese a todas las cantidades de olvido que ha intentado verter sobre ella. El contraste no puede ser mayor entre esa mujer que quiere olvidar y a la que el cielo le ha premiado (o le ha castigado) con la clarividencia, y el hombre que viene por sorpresa a reclamarle algo que le pertenece por derecho. Una, autoritaria y controladora, una especie de Bernarda mística reflejada en los espejos cóncavos del callejón del Gato; torturada por los remordimientos, pero incapaz de arrepentirse. El otro, diseñado por el lápiz de Laila Ripoll como la encarnación de la justicia y la humildad, todo sencillez y espíritu de reconciliación. No quiero contar mucho de la trama por no arruinar el intríngulis (aunque la verdad es que, conforme se desarrolla la acción, no es difícil prever el rumbo de los acontecimientos), pero quedará más o menos claro si digo que lo que ha dado en llamarse memoria histórica se encuentra en el meollo del asunto.

El contraste también se aplica al tono de ambos personajes, cuyos intérpretes desarrollan un duelo de estilos en el que tal vez gane Perpetua a los puntos por su intensidad, pero que en conjunto dotan al espectáculo de una solidez inatacable. Siempre con permiso de los otros dos actores, que están también soberbios en la misma clave entre histriónica y paródica de Perpetua. El tono marca mucho la obra, que en esto parece un eco de trabajos anteriores de Micomicón, como Atra bilis, mientras que en el tema se acerca a las inquietudes de Los niños perdidos. Por fortuna, Laila Ripoll prima la intención de narrar una historia sobre la caricatura de trazo grueso, que, desde mi punto de vista, sobresaturaba el fondo de Atra bilis. Aquí todo está más medido, más controlado, al servicio de la historia, al tiempo que se forman escenas tan surrealistas, ridículas y al mismo tiempo tan profundas y cargadas de significado como el simulacro de boda entre los personajes principales con una estampa de la Alhambra de fondo. Detalles que, para bien, se quedan impresos en la memoria.