la Guerra de Navarra, como cualquier otro conflicto de la historia, estuvo llena de dramas personales y de episodios que las crónicas oficiales no nos han contado. Uno de ellos es, sin duda alguna, el de Johan de Arberoa, a quien amigos y enemigos conocieron con el sobrenombre de Capitán Juanikote. Este bajonavarro era ya un personaje maduro al comienzo de la guerra, y fue uno de aquellos navarros cuya actuación se vio comprometida ante la disyuntiva de seguir a su bando familiar, beaumontés, o defender la independencia de Navarra. Estaba casado con María de Ozta, perteneciente a una de las más antiguas familias nobles de navarra, que era propietaria, desde hacía generaciones, de la hermosísima y hoy en día recién restaurada torre de Olcoz, junto al paso de El Carrascal. Los Ozta, además, eran de filiación decididamente beaumontesa, y esto debió de influir decisivamente en el apoyo que el veterano capitán dio a la intervención de Fernando el Falsario en 1512. En 1521, no obstante, y tal vez tras haber comprendido el verdadero alcance de la agresión española, el Capitán Juanikote juró a Enrique II el Sangüesino como su verdadero rey, y le apoyó en sus intentos de recuperar Navarra.

Johan de Arberoa era alcaide del castillo de Donibane Garazi (San Juan de Pie de Puerto) en el año 1522, tras las debacles de Noain y Amaiur, y como tal le tocó organizar su defensa, puesto que los españoles querían recuperar el control militar de toda la Baja Navarra. El asedio de Donibane fue feroz, y los testimonios hablan de más de 300 muertos entre los navarros que, mandados por el Capitán Juanikote, realizaron una encarnizada defensa. Una vez tomado el castillo, sin embargo, su venganza sería brutal. Johan de Arberoa fue llevado a Pamplona y condenado a muerte en juicio sumarísimo. El relato de su ejecución, detalladamente narrada por Peio Monteano, es estremecedor. Juanikote fue subido al cadalso, donde el heraldo leyó la sentencia de muerte por traición. Juanikote habló entonces a la multitud, declarando valientemente que él no era un traidor, porque no había hecho otra cosa que defender a sus verdaderos reyes. Después fue arrastrado por las calles de Pamplona atado de pies y manos, y su cuerpo, hecho jirones, fue alzado al patíbulo, donde fue ahorcado. Tras verificar su muerte, el cuerpo fue descuartizado a hachazos allí mismo, y la cabeza se puso en lo alto de la horca, mientras que el resto de sus miembros fue clavado en las diferentes puertas de la ciudad, como público escarmiento y aviso a otros legitimistas de lo que podía pasarles.