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Compañía: Kukai Dantza. Coreógrafo invitado: Sharon Fridman. Idea original: Jon Maya. Bailarines: Maya, Gil, Huarte, Aizpuru, Vega, Mitxelena. Contratenor: David Azurza. Coro: Formación juvenil del Orfeón Pamplonés (dirigido por Juan Gaínza). Música: Cobo / Azurza. Iluminación: Bernués / Fridman. Vestuario: Ikerne Giménez. Programación: Fundación Gayarre. Lugar: Teatro Gayarre. Fecha: 2 de marzo de 2019. Público: casi lleno (18, 14, 8 euros).

Si el espectador tiene la paciencia de aguantar los diez o quince primeros minutos de exhausta repetición de los mismos pasos, tanto en el conjunto -con una simetría impecable, eso sí-, como en el solista -explotado hasta el agotamiento-, asistirá a uno de los espectáculos más bellos y poderosos de la danza. Diría que, incluso, supera ese concepto de espectáculo. Porque estamos ante un ritual. Porque los bailarines trascienden de tal manera el escenario, que nos transmiten una experiencia de búsqueda de los otros, casi mística. Una mística terrenal, a la que accedemos por la vista de la danza, el oído de la música, y otra dimensión que aquí se nos ofrece: el tacto, perceptible como nunca, desde la butaca. Esa angustia primera del hombre sólo, que se nos hace francamente ardua, expresada con exceso, tiene su justificación en el desenlace del encuentro, y de la vida y energía que insufla ese encuentro; sólo desde esa agobiante soledad, se disfruta luego de la compañía. A partir de ahí la función nos va a ofrecer unos cuadros coreúticos de rotunda belleza y profunda emoción. El gran acierto de la coreografía de Fridman/Maya es que está hecha para estos bailarines; para estos cuerpos magníficos, que no están impostados, que se desarrollan con una fuerza natural, y que, sin embargo, desde ese poderío terrenal, adquieren espiritualidad, resplandor, ingravidez, una ligereza que viene más del dominio del peso que de físicos volátiles, movimiento ascendente siempre, ya desde los saltos a telón abierto, y un humanismo desbordante. Con una iluminación que, a veces, acota el cielo, y un vestuario entre erótico y talar, que, incluso, obvia el sexo -aunque prevalece la estética masculina, a pesar de la falda-, la evolución de los seis bailarines en un metro cuadrado, rezuma calidez, compañerismo, y ternura; todo plasmado en una coreografía muy original que incide sobre el juego de cabezas y manos que se acarician, en un bellísimo diálogo táctil de conocimiento del otro. Otra cumbre de la velada es el paso a dos masculino: si el espectáculo en sí, trasmite mil sensaciones y lugares -está la tradición autóctona, la sufí, la ancestral mediterránea?-, este paso a dos va de la lucha turca -pacífica-, hasta la amitié amoureuse, pasando por la sensación de ayuda y sostén, de elevación y caída, con una realización técnica que, además de suponer una preparación física de gimnastas, se desarrolla con un fraseo admirable, lento, sin fisuras de desequilibrios. Se continúa, en esa línea, con el paso a cuatro -también masculino-, que combina en hieratismo de la danza autóctona -brazos caídos-, con los abundantes molinetes de brazos cuando entra la percusión. Son los dos extremos en la que se mueve la música: un minimalismo místico emparentado con la monodia arcaica religiosa, que resulta omnipresente y doblemente impactante al tener al contratenor, -(magnífico Azurza)-, en directo; y, por otra parte, la percusión, el ritmo, austero, también, pero muy poderoso. Es verdad que en la propuesta, parece dominar un ambiente un tanto doliente; sin embargo, todo es acogedor. Y cuando se acerca el final, va predominando lo coral, tanto en la música, como en la danza, hasta terminar en círculo comunal en el que -eso parece indicársenos- cabemos todos. Muy bien la aportación del coro juvenil del Orfeón Pamplonés, que dirige Gaínza. Nos parecía difícil que esta estupenda compañía, mantuviera el listón después de Oskara. Lo han hecho del mejor modo posible, con algo totalmente distinto, trascendiendo aquel, por otra parte, maravilloso territorio de danza autóctona.