Una obertura cuya orquestación sorprende al estar hecha por un C. M. v. Weber de quince año; un concierto de Liszt que, contra todo pronóstico, pasó un poco sin pena ni gloria; y una espléndida y luminosa versión de la sinfonía Grande de Schubert, protagonizaron el concierto del ciclo de la sinfónica navarra. En la obertura, de agradable escucha, hay que destacar el protagonismo, bien resuelto, del oboe. En el concierto número 2 para piano y orquesta de Liszt, se contó con solista F.F. Guy, que, según reza el programa de mano, es un especialista en el romanticismo. No ponemos objeción a su planteamiento sonoro, a su arrebato en las escalas sobre el teclado; pero, la impresión general que dio, fue la del que pasa por la obra sin explicar las cosas con cierto detenimiento. No se trata del tempo, que, sin duda, estará dentro de los cánones, sino de clarificarlo todo un poco más; precisamente porque esta partitura, no es un concierto para piano y orquesta al uso -o sea, diálogo entre el solista y la orquesta con el intercambio de los temas-, sino que, al estar configurado como un poema sinfónico, el solista, imbuido en esa vorágine tan de Liszt y su virtuosismo, debe defender el teclado. Por lo demás, todo discurrió en su sonoridad un tanto apabullante, con muy buenas intervenciones de la trompa y el violonchelo. Pero, la verdad es que, casi, no dio tiempo a dilucidar una versión propia del pianista, algo más concreto que las, por supuesto, altas cualidades y correcta versión. Aplausos corteses. No hubo propina.

La novena de Shubert forma parte de esas cuatro novenas que sustentan el sinfonísmo romántico (Beethoven, Bruckner, Mahler, las otras tres), y que, incluso, van más allá. Las cuatro son conclusivas de sus autores. Las cuatro parecen agotar todos los recursos hasta la extenuación. Wit -casi forzando a la orquesta en algunos momentos de adornos secundarios- hace una versión vigorosa, agitada, pero con detalles fundamentales de claridad y lectura controlada, para que nos deslumbre -es que esta sinfonía tiene una luz especial-, pero no nos ciegue. Y no solamente en los contrastes de los fuertes y las calmas de la cuerda, sino con esas retenciones en las caídas -tan de dominio magistral- (en el tercer movimiento), por ejemplo, cuando la cuerda parece querer desbocarse y nos espera para que asimilemos su poderoso arranque y su nutrida sonoridad. El ámbito de la versión que nos ofrecen los intérpretes, es el de la nobleza, que surge poderosa y clara en las trompas. El de los compases en fortísimo, dejándose el metal redondear por el sonido de la cuerda; el de los contrastes: fuertes a los que se llega con naturalidad, y que, súbitamente, dan paso a cortes y descanso en los matices en “piano”, conservando la robustez de discurso. Las maderas, la cuerda, el metal, todo esta impregnado de una suntuosidad muy bien empastada cuando, partiendo de cada familia, se llega al “tutti”. No sé qué versión haría Mendelssohn, cuando estrenó esta sinfonía; pero, seguro que -conociendo luego su música-, estaba en la misma estela de luz.