El segundo programa de nuestra orquesta fue cómodo de asimilar para el oyente. Nunca cómodo para los intérpretes, quienes, precisamente en obras tan del repertorio clásico, han de huir de la rutina, y han de salvar -como siempre- unos retos técnicos nada fáciles. Velada, pues, eminentemente clásica. Entendiendo este término por el perfecto orden establecido, sin sobresaltos, de las partituras; por el encaje de todos los elementos en el basamento del orden establecido, como en la columna dórica; por la mesura en la composición, armonía en el desarrollo, y, en definitiva, equilibrio entre ideal y realidad. Incluidos, en este caso, no sólo Mozart, sino Górecki -muy tonal-, y el Beethoven de la cuarta sinfonía. Las tres breves piezas en estilo antiguo del polaco Gorecki, son una delicia en su aparente simplicidad: la orquesta de cuerda se luce en profundidad y densidad; en esos pocos compases tienen tiempo de marcarse unos rotundos ostinatos, culminativos de reguladores y basamento de bellas melodías; sonoridades gruesas, y recogimiento. La sinfonía concertante para instrumentos de viento, de Mozart, saca a la palestra a los primeros atriles de la orquesta que, por otra parte, a menudo destacamos en sus solos. Es una partitura más compleja de lo que parece, sobre todo por la dificultad del equilibrio entre los cuatro solistas, donde la trompa suele salir rauda, y la flauta queda un poco apocada de sonido; y donde todos han de demostrar virtuosismo. Los profesores músicos salieron airosos, aunque, a mi juicio, el comienzo fue un poco espeso en el conjunto orquestal, con demasiado sonido. Al escuchar a los cuatro solistas, aunque sean instrumentales, pensamos en los concertantes vocales, en esos prodigios mozartianos donde resulta claro lo más caótico. En el allegro, sale la trompa, y el fagot también está muy presente: es encantador escuchar las filigranas en este instrumento, tan discreto en la orquesta. En el adagio nos reafirmamos en lo operístico, está bien, pero, creo, que excesivamente medido. Lo mejor, las diez variaciones, -con su coda-, del tercer movimiento: cada instrumento toma protagonismo y se luce, tanto técnicamente como aportando chispa. La orquesta, más suelta, decora a los solistas. Muy buen criterio el del gótico Nesterowcz -alto, no necesita podium-, al abordar la cuarta de Beetohoven con garbo, sonoridad y temple, pero viniendo del clasicismo, no colmando un exacerbado romanticismo. Adagio: magnífico comienzo: expectante, tranquilo, sin prisa por ir al allegro; esto hace que el vivace explote maravilloso. La orquesta responde, espabilada, al tempo ágil. Muy bien fagotes, y maderas, y la redondez de metales; pero me gusta que el color sea de la cuerda. Bonitos detalles de timbal -baquetas sin pelusa-, en el creciendo. Adagio: muestra, muy agradable para el público, del colorido de las distintas familias de la cuerda. Final potente y suelto. Allegro vivace: orquesta muy aireada; tempo rápido si, pero no precipitado. Final: muy virtuosístico y espectacular, cuando se matiza -piano-fuerte-, a esa velocidad, sin perder el pulso ni la grandeza beethoveniana.