scultor y etnógrafo de larguísimo y fructífero recorrido, artista en toda y digo toda la extensión de la palabra, José Ulibarrena es tan rara avis como un lujo para su tierra, Navarra, sembrada por sus monumentales obras en recuerdo al Príncipe de Viana, a la batalla de Noáin, a Raimundo Lanas, a Félix Urabayen y a tantos otros. Hacer que no se acaba en la piedra, copiosamente también repartido en libros: Hembrismo, machismo y etnología, La escultura magistral de Lumbier y tantos otros, todo caracterizado por su expresividad y fuerza desgarradora pero sobre todo por la sinceridad de un arte no apto para tontos. Hombre inquieto donde los haya desde sus comienzos como pintor y estudiante de escultura en la Escuela de Artes y Oficios de Pamplona, de tallista en Burgos, la Diputación navarra le beca en 1950 para marchar a París, corazón del arte, donde asiste al magisterio de Gimond. De París, encontrado su sitio lejos del academicismo al uso, marcha a Venezuela (la situación en casa así lo requiere) donde promueve exposiciones, divulga cultura y da forma a piezas de escultura religiosa. Es en casa de nuevo, dónde si no, donde levanta el navarrícola su Museo Etnográfico, primero en Berrioplano y luego en Arteta, en su Fantikorena más que centenaria (Taller-Sanatorio de los Poetas de la Intuición y del Presentimiento, le llama él) donde seguimos saludando al artista alejado de vitrinas y despachos y cargos y prebendas y de jefes de otros jefes aún más tontos y como esperando que les pongan una calle y de los que quieren la tarta y las migajas. Alma de la Fundación Mariscal don Pedro de Navarra, allí recopila oficios y tareas del campo ya perdidas, aperos y utillajes, modos de cocinar y de vestirse antaño, formas de vivir las fiestas y la vida, cronologías, bocados y tragos de supervivencia antepasada. Allí comparte mesa y cruza armas dialectales con quien llama a su puerta y allí siguen sus manos íntegras y grandes dándole forma a lo que no lo tiene, atesorando la modestia y el saber popular de los grandes, lo que no quiere decir que uno no sea consciente del valor de su propia obra (cómo no serlo si nos va la vida en ello) sino que no alardea más allá de lo que un campesino al labrar su campo.

Más falso para los aplausos que para los abucheos, el retratista de César Borgia y de Pedro de Navarra y de Barandiarán es ejemplo de creador independiente hasta las trancas (con sus contras sobre todo), ajeno a la posición social y al dinero, lo que no deja de conmover en un mundo como el nuestro.

También por eso, porque no reverencia los espejos y sigue poniendo a Navarra en el mapa del arte, le pongo por escrito con los mejores, con el redolorido Martín-Caro y con la fiera que fue Oteiza.