Intérpretes: Israel Galván, baile. David Lagos, baile. Alejandro Rojas-Marcos, piano. Programación: Ciclo Museo en Danza, de la Universidad de Navarra. Lugar: Auditorio del museo. Fecha: 6 de noviembre de 2020. Público: El permitido; entradas agotadas.

l gran director de orquesta Riccardo Chailly habla de Bruckner y Falla como dos compositores que se mueven entre dos extremos, uno casi sacerdotal, y otro en el que predomina la atracción diabólica del mal. Al final vence el espíritu, digamos, del bien, de la luz, -ese final glorioso de campanas al alba del Amor Brujo, que Galván va a coronar con un buen puchero de garbanzos-, pero el espíritu diabólico ha dejado su aportación siniestra y muy atractiva musicalmente, en Bruckner, los prodigiosos adagios; en Falla las zonas oscuras de sus jardines y cuevas. A Galván lo veo más, explorando las cuevas. Ya nos figurábamos que el inclasificable artista, no iba a bailar un Amor Brujo acomodado a los volantes bonitos, al postizo duende del dramatismo delante de la hoguera, a la simetría, en fin, de una gitanería preciosamente vestida y ordenada; y, sin embargo, Galván, tampoco renuncia a ofrecernos un resumen -a su manera, claro- de todo eso, aportando lo primigenio, lo más cercano a la creación del compositor -Pastora Imperio, la Argentina o Eduarda de los Reyes-, para luego crear su propia versión, no siempre fácil de entender, pero con indudables hallazgos que ahondan en la obra maestra de Falla. La primera media hora es un magistral recorrido por toda la gestualidad de las grandes del baile flamenco. Vestido de mujer, sentado en una silla, de la que apenas se levanta, asistimos a manos en abanicos, con chasquidos que parecen volar; a braceos que dibujan estados de ánimo extremos de lirismo o arrebato; a la expresión de la cara, siempre creíble, de la pasional y potente personalidad de las bailaoras representadas; al taconeo desde esa posición sedente, desplegado de punta y tacón en suelo, encima de la silla, sobrándose de ella con todo el cuerpo; en fin, a todo un repertorio de movimientos que ilustran -y están a la altura- el Amor Brujo, que suena en versión orquestal. Galván, ya en la segunda parte, en su visión más personal de la obra, tiene magníficos hallazgos. Establece un puente con la tradición a través de un micrófono trucado de sonido antiguo para el cantaor, de tal modo que David Lagos -premio lámpara minera 2014-, canta con un micrófono actual y el otro remedando las grabaciones, digamos, historicistas. Lagos está genial; con hondura y claridad, y ese cante de agudos adornados tan evocadores. Galván parte del Amor Brujo como gitanería musical, y de la versión para piano; un piano, también preparado, que emite sonidos de guitarra, al principio, con rara sordina, para, luego, reducirlo a simple vibración de la cuerda metálica; con el añadido, más tarde, de la zanfoña, instalada en un sonido cacofónico, agudo y un tanto hiriente. Alejandro Rojas-Marcos, se encarga de todo ese extraño mundo sonoro, donde, desde luego, el timbre metálico sobresale; al fin y al cabo, la famosa danza ritual del fuego le fue inspirada a Falla por una canción de fragua, donde, según la tradición, los malos espíritus se alejan al trabajar el metal. Desde luego, nos queda así un Falla bastante galvanizado -en el doble sentido de la palabra-, porque el baile que ejecuta Israel, no se ajusta a compás, es todo un muestrario de su muy peculiar estilo -manos egipcias, repentinos taconeos, desplantes improvisados…-, que aquí se amplía al baile sobre los garbanzos, a sonidos de apertura de abanico exagerados, a campanas de azulejos rotos… A mi juicio, quizás, a esos mundos tan magníficos y nuevos del cante -los dos micrófonos-, del toque -tímbricas inverosímiles-, y baile -tortuoso taconeo en un perpetuo movimiento-, les falte algo de ligazón entre los tres. Bravos entusiastas del público. Y baile cabal y ortodoxo de la parte vocal de la obra, de propina.