El ocaso del caos: La ballena (The Whale)

Dirección: Darren Aronofsky. Guión: Samuel D. Hunter. Intérpretes: Brendan Fraser, Sadie Sink, Samantha Morton, Ty Simpkins y Hong Chau. País: EE UU 2022. Duración: 117 minutos.

Los primeros pasos de Darren Aronofsky sonaron alto pero eran oscuros. Sin un duro, rodada en blanco y negro, Pi: El orden del caos (1998), la fábula de un matemático paranoide convencido de que todo en la naturaleza puede ser representado a través del número, fue para este neoyorquino lo que Cabeza borradora para David Lynch. Su universo explosionó en Pi y en Pi esta(ba)n sus señas de identidad, su declaración de intenciones y su voluntad de estilo. Pi salió adelante con táctica indie. Las calles principales de Manhattan se llenaron con la letra griega y cuando la ciudadanía de Nueva York se preguntó qué era aquello, hallaron la respuesta en el mítico Angelika Film Center de Broadway.

Lo demás es bien sabido. Como sabida es la personalidad de Darren Aronofsky. Se trata de un director heterodoxo, pasional y arrebatado cuyo mayor error ha sido tomarse muy en serio. En su cine no hay noticia del sentido del humor, de ahí que confunda transcendencia con excesos. A partir de ese espejismo, el director de Réquiem por un sueño, La fuente de la vida, El luchador, Cisne negro, Noé y Mother! no ha hecho otra cosa que abrazarse al pleonasmo y a la extravagancia. Eso sí, a tumba abierta; sin escanciador que determine el equilibrio o el control. En esa deriva, su obra se pierde en un dilema que nos impone un interrogante complicado que tiene mucho que ver con la fe: ¿Su cine es fruto de la sinceridad de un iluminado u obedece a la megalomanía de un embaucador?

Cuando cita sus fuentes, Aronofsky no oculta su deuda y fervor hacia Ray, Lumet, Kurosawa, Kon, Lynch, Jarmusch y Polanski. En La ballena, de ninguno de esos aludidos hay mucho rastro, ni siquiera del propio Aronofsky; al menos del Aronofsky (re)conocido. Construida a partir de una obra teatral, cuyo autor Samuel D. Hunter firma el guion, hay unanimidad en asombrarse por el esfuerzo descomunal que realiza Brendan Fraser. Su metamorfosis es imán de Oscar y diurético para conmover el lacrimal. De ahí que a La ballena le lluevan tantos elogios como lágrimas arranca en sus minutos postreros. Por eso irrita mucho a unos; por eso seduce tanto a otros. Pero la controversia no da para mucho. Ni pasará a la historia como la gran obra de esta década, ni Aronofsky se ha vendido a la pornografía emocional. De hecho, piensen qué hubieran hecho con este libreto cineastas del Hollywood rancio a los que se les perdona y aplaude (casi) todo.

Esa es la cuestión, que aquí Aronofsky no se ha dejado la piel. Probablemente porque entendió que el mayor problema del filme habitaba en su semilla germinal o porque vio que la cosa prometía éxito de taquilla. Otra cuestión de fe.

Sabido es que el tiempo todo lo ablanda y que Aronofsky, ateo declarado y con 53 años a sus espaldas, tras la epifanía que supuso Mother!, un filme de dimensiones jurásicas y obsesiones metafísicas empapadas en el delirio, se enfrentó a un vaciamiento total. Se comprende que viese en La ballena, en su férreo texto teatral, algunas cadencias habituales de su universo; solo que con sordina emocional. Era su manera de acometer ese cuestionamiento existencial sin abismarse en nuevos desvaríos. Pese a tanta contención, en La ballena se huelen parecidos miedos a los que conmueven sus mejores relatos.

La aportación de un Brendan Fraser, en el que el personaje y su proceso personal parecen ir de la mano, descargó a Aronofsky de activar ese más difícil todavía en el que había anclado su cine. Rodada en 4:3, solo roto al final con los títulos de crédito, con movimientos mínimos y atmósfera intimista, claustrofóbica, el cineasta no consigue arrancar del artificio literario esa tensa reflexión sobre la paternidad, el amor, la religión, el deber y la muerte. Su protagonista, un profesor con obesidad mórbida, se debate entre las demandas de la ciencia y la fe, como el matemático de “Pi”. Juego triste que funde Ahab con su ballena blanca, o si lo prefieren, relectura, más que reescritura, de Moby Dick, devenida aquí en la metonimia que representa el ocaso del caos en el que vive hoy su decadencia EE UU.

The Offering: terror bíblico

Dirección: Oliver Park. Guión: Hank Hoffman. Historia: Hank Hoffman y Jonathan Yunger. Intérpretes: Nick Blood, Emily Wiseman, Paul Kaye, Allan Corduner, Jonathan Yunger y Velizar Binev. País: EE UU 2022. Duración: 93 minutos.

Lo que pone en marcha The Offering, o sea La ofrenda, se debe a una cuestión de retorno. La del regreso a la casa del padre donde, como no puede ser de otro modo, hay cuentas del pasado sin saldar. Si además, esa casa paterna alberga una funeraria judía ubicada en Brooklyn, parece obligado que la figura de Abraham y el sacrificio de Isaac empapen el texto de este relato escrito por Hank Hoffman y dirigido por Oliver Park.

El que regresa, Arthur Art, ese hijo pródigo, no lo hace solo. Vuelve con su joven esposa, una emergente crítica culinaria que se encuentra en avanzado estado de gestación. Ella viene a conocer a su suegro y, de paso, a familiarizarse con una cultura y una religión en la que ella representa la presencia de lo ajeno.

En la casa paterna, un espacio de duelo porque en ella el padre embalsama y prepara los cadáveres de sus vecinos fallecidos, hay tristeza y claroscuros; penumbra y lamentos como corresponde a una casa de muertos. Tampoco hay algarabía en el recibimiento al hijo que vuelve porque su entorno pertenece al Antiguo Testamento, donde la ley del talión y el privilegio de ser el pueblo escogido no parecen propicios para el perdón y la reconciliación sin penitencia. 

Cierto que el regreso tampoco es inocente y que no surge por un deseo de reencuentro. El hijo ausente, un agente inmobiliario, lleva dos años, los de la pandemia Covid, acumulando pérdidas. Tantas, que peligra su propia vivienda salvo que la casa paterna sea ofrecida como garante. Su padre, Saúl, cree que el regreso solo obedece al deseo de acercarle la buena nueva de que una nieta viene en camino.

Así, ofrenda sobre ofrenda, todo suma en este filme de terror canónico, cruzado por miedos cósmicos deudores de Lovecraft y de las fuentes del terror bíblico donde Lilith y el Zohar atraviesan el folklore judaico. De hecho, lo mejor de esta correcta y seria incursión en el género radica en alguna secuencia férreamente asentada en la tradición judía: en sus cánticos, en sus lamentos, en sus rabinos. Park, su director, filmó hace siete años un brillante corto, Vicious, que rebosaba talento. The Offering no confirma ni desmiente la idea de que en Oliver Park habita un brillante maestro del terror. Pronto lo veremos.

Lobo feroz: Caperucita feliz

Dirección: Gustavo Hernández. Guión: Juma Fodde y Conchi del Río. Remake: Aharon Keshales, Navot Papushado. Intérpretes: Javier Gutiérrez, Adriana Ugarte, Rubén Ochandiano, Juana Acosta y Fernando Tejero. País: España. 2023 . Duración: 106 minutos

Se dice que Quentin Tarantino, referido como si su criterio fuera la voz del juez supremo, afirmó que Big Bad Wolves, el filme israelí en el que se basa el remake de Gustavo Hernández, fue “la mejor película del año”. Como siempre, el autor de Kill Bill exageraba, pero como siempre, con buen olfato. Por eso no se entiende por qué, aquella apreciable cinta, Big Bad Wolves, ganadora del premio a la mejor dirección en Sitges 2013, ha sido reconstruida en este Lobo feroz que no aguantaría Tarantino ni siquiera cinco minutos. 

Como siempre que se imita por imitar –para ganar dinero fácil–, la copia vale menos. De hecho se podrían intercambiar planos de una y de otra versión, los personajes están calcados, para entender que lo que Lobo feroz aporta como propio es un giro sorprendente, el que significa Adriana Ugarte en la piel de un personaje que en la versión original era masculino.

Ese cambio de género, una madre coraje vengadora frente a la ira de un padre decidido a encontrar la cabeza decapitada de su hija, ha sido su mayor innovación. Y lo paradójico de ese cambio estriba en el hecho de que la mayor parte de sus debilidades vienen precisamente del hacer de Adriana Ugarte, una profesional esforzada y competente con fatal olfato para elegir papeles y proyectos. 

Según se desprende de las propias declaraciones de Adriana Ugarte, Gustavo Hernández le dio total libertad para afrontar su papel como quisiera. Adriana Ugarte, para evitar clichés sexistas, lo moldeó, en un caso de fatal histrionismo, a partir de una indigestión del hacer Stanislavski. Como el director uruguayo parece haberse desentendido de los actores dejando que cada uno se las arregle como pueda, todo desemboca en un penoso desconcierto. Incluso un actor tan solvente y camaleónico como Javier Gutiérrez no consigue salvarse de este naufragio deudor de los peores netflix-vicios. Conducido por ese algoritmo perverso que sugiere -como reclamo- que lo que vamos a ver rezuma sexo, violencia, desnudez y drogas, con explicitud gratuita y deleite en la tortura, Lobo feroz mezcla lo gore con un ridículo sentido lírico. Algo que termina por autodevorar a esa caperucita, convencida de que su personaje se debe al Actors Studio y no a un remake banal e innecesario.