En Persianas metálicas bajan de golpe (Anagrama), Marta Sanz nos sitúa en el mundo futuro de Land in Blue (Rapsodia). Allí una mujer madura vive con Flor Azul, un dron a través del que mantiene conversaciones con su amiga Bibi, que en realidad es la voz de una actriz. La mujer, solitaria y desmemoriada, vive separada de sus hijas, Selva y Tina, protegidas y vigiladas cada una por otro dron: el desencantado Obsolescencia y el adolescente Cucú. La mujer habita un mundo regido por lo virtual, las empresas de paquetería y los programas del corazón.

Este mes suele ser una locura de presentaciones y concentración de novedades a cuenta de la celebración del Día del Libro el próximo domingo 23. ¿Cómo lo vive una escritora? 

–Con mucha alegría porque para mí es un momento de encuentro con los lectores y las lectoras. Sí, hay cierto cansancio y una necesidad clara de organizarte muy bien para poder llegar a todo mientras escuchas los límites de tu propio cuerpo (risas). Pero es disfrute, eso sobre todo. Otro tema, en el que yo tampoco soy muy experta, es hasta qué punto vivimos en un país con un mercado editorial sobredimensionado que publica un número de títulos al año absolutamente exagerado. Pero esa sería ya otra discusión.

Acaba de pasar por Vitoria-Gasteiz invitada por su papel de jurado en el Premio Ignacio Aldecoa. De galardones sabe Marta Sanz bastante, por cierto. ¿Con los premios lo mejor es saber aprovechar el momento y luego olvidarse? 

–Es un buen resumen. Son un estímulo importantísimo, sobre todo para ese tipo de personas que nos dedicamos a este oficio que tampoco somos excesivamente comerciales o tenemos masas ingentes de lectores ávidos. El hecho de que te den un premio ratifica que quizás vas por el bueno camino. Además, te abren la puerta a que más gente te conozca y te lea. Pero no te puedes quedar ahí dormida. Tienes que intentar seguir con tu búsqueda y con las exigencias que significan tu trabajo. No puedes acomodarte en un éxito que, además, es tremendamente efímero y muy relativo. Y hay determinadas personas a las que ganar depende qué premios se les puede volver en contra suya.

“A veces, ver la botella medio vacía, tener un razonamiento distópico y ultracrítico es la única manera de salir adelante”

Leer a colegas es parte del trabajo, pero hacerlo para juzgarles en un concurso, ¿cómo se lleva? 

–Es muy complicado. Por ejemplo, soy jurado del premio Herralde de Novela y a él te puedes presentar con seudónimo pero también con tu nombre real. Sin embargo, yo exijo leer a ciegas, no quiero saber a quién estoy leyendo. Otra cosa es que como ya llevamos muchos años en este mundo literario, hay gente a la que acabas reconociendo. Siempre hay un compromiso y una responsabilidad muy grande a la hora de decidir estas cosas. Lo único que intento es hacerlo con la mayor honestidad posible y premiar a aquella novela que corresponde a los criterios de lo que considero que es un buen libro. Y, normalmente, son los libros que hacen replantearme mi visión de la literatura y del papel de la literatura en la sociedad. 

‘Persianas metálicas bajan de golpe’ está dando sus primeros pasos entre el público. A veces cuando la gente empieza a escuchar hablar sobre novelas distópicas no le termina de encajar la propuesta. 

–Desde mi punto de vista, los finales felices y la posibilidad de la esperanza no siempre se construyen con terrones de azúcar. La distopía da miedo porque pensamos que nos ponemos en una posición destructiva y en la que ya no cabe ninguna esperanza. Pero a veces, ver la botella medio vacía, tener ese tipo de razonamiento distópico y ultracrítico, es, en realidad, la única manera de salir adelante. Sin embargo, hay discursos aparentemente más suaves y más esperanzadores que lo que terminan siendo son discursos autocomplacientes e inmovilistas que, al final, pueden llevarnos a la catástrofe. En esta novela le doy un poco la vuelta la distopía porque, para empezar, es una distopía construida desde el sentido del humor en la que se habla de nuestro mundo presente.

Es que cuando se empieza a leer en estas páginas, por ejemplo, sobre las empresas de paquetería... no es un futuro tan lejano. 

–(Risas) Es que construimos mundos del futuro e inventamos ciudades y pensamos que estamos hablando de épocas remotas venideras. Pero yo estoy hablando de hoy, aunque me invente la ciudad-país-continente Land in Blue (Rapsodia). Estoy hablando de las cosas que me resultan más inquietantes y difíciles de asumir en la vida cotidiana del presente. Estoy mirando a mi contemporaneidad a través de una metafórica ciudad del futuro. 

El libro habla mucho de la incomunicación. El uso hoy de las redes sociales y de las nuevas tecnologías parece que cada vez más lleva a la sociedad a ese punto.

–Es la paradoja de las nuevas tecnologías, a la que le llevamos dando vueltas bastante tiempo. Frente al espejismo de unas sociedades ultracomunicadas e hiperinformadas se alza la realidad de seres humanos cada vez más encapsulados e individualistas, personas que creen que pueden resolver sus problemas autónomamente porque tiene un teléfono móvil en la mano. En esa confianza, lo que haces es desdibujar los vínculos fuertes y aislarte de tu realidad inmediata, del tacto y de la temperatura de las personas que te rodean. No señalar esta posibilidad es caer en una forma de papanatismo tecnológico que me da mucho miedo. Hay ocasiones en las que cuando haces la crítica a las redes sociales y a las nuevas tecnologías, parece que tu discurso es inevitablemente reaccionario porque te estás negando al progreso. No. A mí lo que me parece reaccionario es no poner el dedo en la llaga cuando la llaga existe. Es algo que también se evidencia en una novela como Persianas metálicas bajan de golpe.

Un libro que habla de cosas serias aunque cuando alguien lo lee, se ríe. 

–De eso se trata (risas). Quería conectar con esa tradición tan saludable de la sátira. Me interesan muchísimo los espejos deformantes del callejón del Gato a los que se refiere Valle-Inclán, y la literatura quevedesca que a través de la experimentación con el lenguaje –con aquello de los archipobres y protomiserias– dibuja las zonas más oscuras de la realidad que nos ha tocado vivir. En esa carcajada que a veces puede ser brutal y en ocasiones puede ser agria, se identifica una de las características más relevantes de la prosa de esta novela. 

“Hay formas de escritura de la literatura ‘bestsellerizada’ que pueden llegar a ser más rutinarias que lo que haga una inteligencia artificial”

¿Hasta qué punto lo vivido a raíz de la pandemia impregna este libro? 

–Siempre los asuntos que tienen que ver con mi realidad contemporánea me pesan en los libros que escribo y se transparentan en las obras que realizo. ¿Cómo no me iba a suceder lo mismo con una realidad tan tozuda y tremenda como la que hemos vivido en estos años de pandemia y de confinamiento? Naturalmente que está en este libro, además a muchos niveles. Por ejemplo, en Persianas metálicas bajan de golpe hay un tema fundamental que lo es, por supuesto, de toda la historia de la literatura: la muerte. Hoy la queremos escamotear cuidando nuestro cuerpo hasta límites insospechados, haciendo de la salud casi una religión. Eso está en la novela pero también en la mayoría de los libros que se han publicado en 2022 y 2023. Ahí tienes lo último de Ray Loriga, Elvira Navarro, Miguel Ángel Hernández o Rafael Reig... Todos nos hemos nutrido un poco de ese ambiente de época y cada uno nos lo hemos llevado a diferentes registros: al humor, a la fantasía, a lo autobiográfico... Y luego hay otro aspecto en el que también tenemos que reparar a la fuerza. La pandemia y el confinamiento nos obligaron a utilizar tecnologías que muchos de nosotros no habíamos usado nunca. Abrimos nuestra casa a ojos y oídos ajenos porque necesitábamos trabajar y comunicarnos. Le dijimos que sí a todas las cámaras y micrófonos. Eso reveló nuestra vulnerabilidad frente a este panóptico tan bestial en el que la vigilancia y el cuidado se confunden. Eso también está muy presente en mi novela a través de la metáfora del amor. Por eso los drones de mi libro, que vigilan y cuidan, son drones enamorados de las mujeres a las que están observando.

¿Pero es una temática con la que seguirá trabajando o esa huella de la pandemia se queda aquí? 

–Todavía estoy con la resaca de este libro. No he salido de esa idea que tengo de cómo las inteligencias artificiales van sofisticando sus lenguajes. Adquirir un lenguaje es una manera de desarrollar pensamiento y emociones. Nosotras, en el uso de las nuevas tecnologías en su lado más cutre y hortera, en ese lado que nos convierte en jugadoras del Candy Crush o nos tiene haciendo scrolling todo el día, lo que estamos haciendo es adelgazar nuestro lenguaje. Nos estamos comunicando con un léxico de 1.500 palabras como mucho. E incluso estamos empezando a sentir como insultante el uso de un lenguaje que exceda esos límites. Parece que todo es pedante e innecesario. Estoy ahí como escritora. Lo que intento con cada libro es construirme contra un campo literario que veo muy homogéneo y gentrificado por efecto de las leyes de la oferta y la demanda trasladadas a la cultura.

¿Se llegará al momento en el que escribirá una inteligencia artificial una novela? 

–Seguramente. Otra cosa es qué tipo de novela pueda llegar a escribir una inteligencia artificial. En este momento, hay formas de escritura que tienen que ver con una literatura bestsellerizada que pueden llegar a ser más rutinarias, aunque estén realizadas por humanos, que los posibles experimentos que pueda hacer una inteligencia artificial. Lo que tenemos que pensar es el miedo que nos debería dar nuestro empobrecimiento lingüístico, que es una forma de empobrecimiento intelectual y afectivo. 

Lo que no deja de ser curioso cuando se supone que somos las generaciones más y mejor preparadas. 

–Sí, lo somos. No se puede negar la marca del progreso. Por eso, teniendo esa confianza en los valores y en las posibilidades del género humano, a mí lo que me interesa es señalar las zonas oscuras, no dar ni un paso atrás. Un efecto de la pandemia, de las persianas que se cerraron de golpe, es que tuvimos la sensación de que el futuro ya estaba aquí, que a lo mejor no había más allá y que, quizá, teníamos que empezar a luchar por mantener logros que están en peligro como la sanidad y la educación públicas.