En busca de pintar su obra maestra, labor en la que lleva inmerso seis décadas, y tras cruzar el Rubicón –renombrado como Urumea– y aparcar tres enormes autobuses negros en la trasera del Kursaal, Bob Dylan ha arrancado este lunes en Donostia una doble cita que se completará con un nuevo recital mañana martes, por la tarde. El cantautor ofreció un encuentro sin apenas concesiones para los nostálgicos, minimalista hasta en la luz, entroncado en el blues de su último disco de composiciones propias, pero también rozando el country y con aplaudidas explosiones eléctricas.

Es cierto que se ha tratado de un show poco habitual en la segunda década del siglo XXI: los móviles y las fotografías estaban prohibidas, incluso para la prensa. Todo ello para ofrecer, según los organizadores, una experiencia real, sin una mirada digital de por medio. De hecho, aunque el concierto se ha iniciado a las 20.00 horas, las puertas se abrieron hora y media antes para que el público pudiese pasar por el punto de control en el que los móviles quedaban inutilizados, al ser introducidos en una bolsa acolchada con un sello magnético y que sólo pudo ser liberada a la salida del Kursaal.

Bob Dylan en una foto de archivo, dado que no ha dejado hacer fotos durante su concierto en Donostia. N.G.

La desmovilización no sólo ha afectado a la cuestión tecnológica, sino también al público. De hecho, quedaron sin cubrir algo más de un centenar de las 1.800 de las localidades del auditorio, concentradas en los laterales de la zona baja del patio de butacas –correspondían a las entradas que superaban los 200 euros–. Pese a ello, el del Kursaal se ha convertido en el place to be por excelencia de aficionados y también de músicos como Ruper Ordorika, Fermin Muguruza, Joseba Irazoki y Gorka Urbizu, al que, por cierto, también pudo verse el sábado pasado entre el público de Melvins en el Azkena Rock de Gasteiz.

En el escenario las condiciones y la actitud de Dylan, siempre pragmático sobre la música como propiedad del creador y nunca rehén de su público –en su caso sería al revés–, llamaban a un aparente inmovilismo. No fue así. Los pequeños detalles se hallan muchas veces las diferencias y en el de este lunes ha habido, quizá casi imperceptibles sí, pero variaciones, en cualquier caso. Es el caso del virtuosismo de la gran banda que le acompaña y la enorme voz del cantautor, que saltaba sin problema de tono en tono a sus 82 años.

Diecisiete canciones, casi dos horas de espectáculo

Prácticamente el mismo repertorio que en todos sus conciertos en el resto que el Estado. La inclusión en Alicante de una versión de Van Morrison, Into the mystic, en el setlist invitaba a imaginar un nuevo cambio en la recta final del concierto, pero no, ha vuelto a recuperar That old black magic, compuesta por Johnny Mercer. 

90 minutos antes, con las luces apagadas y una fanfarria orquestal pregrabada, Dylan y su banda han hecho acto de presencia en las tablas del Kursaal para hacer un guiño a los que reclaman nostalgia, pero siempre a su manera. El auditorio a oscuras, Dylan en el centro del escenario al piano, levantado al cantar, sentado en los solos, su banda alrededor en un espacio de apenas quince metros cuadrados mirándole en todo momento a él, como al rey sol –sólo el guitarrista Bob Britt rompía esta formación entre canción y canción para pisar alguno de sus pedales–. El sexteto se desdibujó en sombras chinescas sobre un fondo apenas iluminado por unos leds rojos, convirtiéndose en presas exclusivas de criaturas que cazan en la noche. 

Aporreando el piano sobre el pregrabado ha arrancado con Watching the River Flow, un single de principios de los 70 que Dylan ha recuperado en su más reciente Shadow Kingdom (2023), y que ha interpretado antes de continuar cantando Most Likely You Go Your Way and I’ll Go Mine, tema incluido en el Blonde on Blonde (1966), y con el que no ha podido dejar de viajar hacia el rock, incluso hoy. 

Le ha seguido I contain multitudes, con evocación a Walt Withman incluida y que ha concluido con la primera de las únicas cinco ocasiones en las que se dirigió al público para decir “Thank you”, “Gracias”, provocando una enorme ovación, mayor que la que recibió este tema de Rough and rowdy ways, el disco que ha ocupado gran parte del repertorio. De hecho, ocho de los 17 temas pertenecían a este disco, el 39º de su carrera y el último de composiciones propias.

Tras I contain multitudes y False prophet llegó otra pieza del pasado, que ha introducido aplaudidos cambios. When I Paint My Masterpiece, original con The Band, ha invitado a un cambio de instrumentos. Britt y Doug Lancio han dejado las guitarras eléctricas para tomar las acústicas, el fiel Tony Garnier ha cogido el contrabajo, el multiinstrumentista Donnie Herron, el violín, y el baterista Jerry Pentecost ha seguido con el ritmo, al tiempo que Dylan se enfundaba la armónica. Ha sido el único otro momento en el que ha llegado a tocar otro instrumento además del piano. Una gran ovación de nuevo. Aplausos. Parece poco, pero es mucho.

Ha seguido con My own version of you, también del último disco, y con el I’ll be your baby tonight, otro viaje a sus inicios, y un guiño formal. Quizás para contrastar con la estrofa que canta “Shut the light” (“Apaga la luz”), se ha ampliado la iluminación del escenario con dos focos a cada lado, algo que parecía resonar con el estallido eléctrico a mitad del tema. 

Crossing the Rubicon, Key West (Philosopher pirate), I’ve made up my mind to give myself, Mother of muses y Goodbye Jimmy Reed han completado el repertorio escrito por Dylan en esta década, mientras que la acústica To be alone with you, la country Gotta serve somebody y la sentida Every grain of sand cumplieron, a su manera, con la nostalgia. Ha saludado al público, se han apagado las luces y se ha ido. El público ha seguido aplaudiendo esperando más, pero no ha habido bis. El bis será este martes.