La Misa Solemnis de Beethoven es, ante todo, impactante. Su ejecución técnica, sobre todo para el coro, raya lo imposible. Su comprensión emocional nunca se aprehende del todo. Toda esa vocalización por las alturas parece preparar una excitación desesperada para descansar en el sobrenatural dona nobis pacem, pedido, repetido, suplicado con devoción y humildad. Y es muy original: el solo de violín, los extraños cambios de compás, la delicadeza junto a la aparente desesperación. Un reto para todos: intérpretes y oyentes. Por eso hay que enfrentarse a ella tambièn con humildad, sabiendo que hagas lo que hagas te va a abrumar. Tratar de desentrañarla, como el caso que nos ocupa, con tempi excesivamente rápidos que piden vocalizaciones casi barrocas, es pasar de largo sobre su propia naturaleza. Es lo que hizo en muchos tramos de la obra, el titular de la velada, Jérémie Rhorer: un director que cultiva, con su orquesta, sonidos y tiempos historicistas, y que, aplicados a algunas fugas de esta magna obra, sacrifican la claridad por un brillo fugaz. En la segunda parte (Sanctus, Benedictus y Agnus Dei) todo estuvo más fraseado, mejor dirigido.
El Orfeón Donostiarra, que se lleva la parte del león en esta partitura, estuvo francamente bien, sobre todo por los dos extremos a los que se ve sometido y que solucionó estupendamente: los matices en pianísimo de las sopranos en tesituras inhumanas; y el sometimiento de todo el coro, sin vacilación, al compás, a veces muy rápido y cambiante, impuesto por el director. Abordar las fugas con esos tempi sin descalabrarse exige una excelente preparación y maleabilidad. Los contrastes entre el fuerte-piano, fueron magníficos, con unos fuertes poderosos, de grandeza (el Orfeón se presentó con 114, dígase lo que se diga, en esta obra, todo hace falta…), cubriendo las entradas tan descaradas (Et Rerurrexit) por la masa compacta; y unos pianos emocionantes, como el Et vitan venturi del Credo, que inician las sopranos, colocándolo ya en otra dimensión.
El cuarteto solista cumplió, también, con su nada fácil compromiso; con más lucimiento, claro, en el Benedictus, que junto al concertino, fue de lo más logrado. Fue un cuarteto equilibrado, que fraseó bien los tramos más líricos. No obstante, en algún momento, el director tuvo que rectificar la velocidad impuesta porque se veían algo apurados. Cher Rhorer, solventó los agudos. La mezzo Victoria Karkacheva, de timbre y volumen envolvente. Correcto el tenor Maximiliam Schmitt, y con dramática voz el bajo Müller-Brachmann en al Agnus.
La orquesta de Euskadi se lució en sus atriles solistas, pero me dio la impresión de que el director era algo impreciso en las entradas, y no cuidó, del todo, algunos planos sonoros. Se le podía haber sacado más partido.
En resumen, es un privilegio escuchar este monumento musical con los elementos base de casa. Y en una versión tan solvente. Una obra titánica que no se ajusta exactamente a una disciplina litúrgica, pero que es un testimonio de acción de gracias y de búsqueda del amor divino. Hay pasajes que también se prestan a rezarlos. Y todo con una solemnidad que nos desborda, y que, desde luego se salvó y se disfrutó. Última y dificultosa etapa de la vida de Beethoven. Quien, con esta obra, prueba (como dice el Tenorio), que, a pesar de todo: “Siempre vive con grandeza, quien hecho a grandeza está”.
Euskadiko Orkestra. Orfeón Donostiarra
(J.A.Sáinz Alfaro, dirección). Chen Reiss, soprano. Victoria Karkacheva, mezzo. Maximilian Schmitt, tenor. Hanno Müller-Brachmann, bajo. Jérémie Rhorer, director. Misa Solemnis de Beethoven. Quincena Musical Donostiarra. Kursaal de San Sebastián. 23 de agosto de 2024. Lleno (52 – 41,70 – 33,50 euros).