Regresaba Mikel Azpiroz a Pamplona para presentar su nuevo álbum, Pake pieza; un disco instrumental en el que el pianista muestra su destreza e inspiración con las teclas. De primeras, salió solo. Antes de sentarse frente a su instrumento, saludó al público y explicó, en euskera y castellano, que el repertorio del concierto iba a estar formado por piezas extraídas de sus tres discos en solitario: Gaua, Zuri, Islak y, el más reciente, Pakea pieza. Anunció también que le iban a acompañar dos músicos amigos: Fernando Neira en el contrabajo y Karlos Arancegui en la batería. La primera canción, Islak, la tocó en solitario, evocando el sonido de la música clásica. Para la segunda, Urteak, ya salieron sus dos compañeros y la cosa tiró, inevitablemente, hacia el jazz (posteriormente, también se asomarían al blues, las música tradicionales y también las contemporáneas). Después de haberle visto en sus proyectos más eléctricos (Mikel Erentxun, Quique González, Rulo & La Contrabanda), sabíamos que Karlos es un espléndido batería de rock, pero el domingo demostró que también sabe desenvolverse con maestría en las distancias cortas. Lo mismo puede decirse de Fernando, reputado y experimentado bajista (Mikel Erentxun, Rafa Berrio, Amateur…) que acompañó las composiciones con precisión y sobriedad.

En la propuesta de Azpiroz, tan importante como los sonidos son los silencios. Los instrumentos se escucharon con exquisita nitidez (y eso que en el Condestable no requirieron de ninguna sonorización especial, al igual que prescindieron también de cualquier iluminación adicional a la que ofrece la propia sala). Todo fluyó con pasmosa y envidiable naturalidad: la de tres músicos tocando con tranquilidad y calma, algo que, en la delirante velocidad de los tiempos que vivimos, donde todo va tan rápido que parece que no hay tiempo para degustar nada, constituye una propuesta disruptiva en sí misma. Fue un lujo, desde luego, poder hacer un paréntesis entre las prisas y el ruido cotidiano y disfrutar de las dulces melodías de Azpiroz y de los leves y chispeantes redobles de Arancegui, bien acentuados por el ritmo grave que imprimía Neira. El trío tocaba de memoria, relajado, sin apenas mirarse entre ellos; cada uno en su papel, dejándose espacio unos a otros y construyendo entre los tres un oasis bello y elegante.

Como había advertido al inicio, la actuación se desarrolló sin interrupciones. Once canciones del tirón, una detrás de otra. Solo música, sin introducciones ni explicaciones. Ahí sonaron Neguko ibaia, Elkartasun Doinua o Sahara eusten. El público permaneció en completo silencio, atento y en estado meditabundo, y es que la situación invitaba a la contemplación. Fue al extinguirse las últimas notas de Ekilibrista cuando los músicos se levantaron y la sala, abarrotada, prorrumpió en aplausos. Todavía hubo tiempo para un par de propinas: Garai Onak, de su anterior álbum (Islak), y una versión del pianista sudafricano Abdulah Ibrahim.