Gary Hunt se yergue al borde de la plataforma. Con los brazos abiertos en cruz, fija su mirada en el infinito. Un murmullo de admiración recorre los márgenes de la ría, donde miles de personas siguen los primeros entrenamientos de los clavadistas de Red Bull. Se escucha un silbido, algunos aplausos. En el agua, seis submarinistas salpican formando un círculo. A 27 metros sobre la ría, es difícil situar el punto exacto donde hay que caer. Gary toma impulso... y salta. Estira completamente su cuerpo sobre el vacío, se pliega con una flexibilidad asombrosa y lo retuerce en una vertiginosa sucesión de giros. Uno, dos, tres... Tres segundos que se hacen eternos. Hasta que llega al agua y se zambulle con un estruendo estremecedor. Los buzos se sumergen en su busca. Pero el inglés emerge de la superficie y une el pulgar y el índice de ambas manos. Ok. Todo ha salido perfecto y las márgenes de la ría enloquecen a aplaudir. Gary agita una mano, respondiendo a la ovación. Los atletas de los saltos imposibles dejaron ayer sin aliento a las cinco mil personas que acudieron en masa a ver sus primeros entrenamientos desde La Salve. Y les han robado el corazón con su energía, su apoyo y entusiasmo. “Sabíamos que el público nos iba a apoyar pero no podíamos esperar tanta gente el primer día de entrenamiento. Ha sido una locura, algo muy bonito”, se maravillaba el mexicano Jonathan Paredes. El ruso Artem Silchenko, vigente campeón de las series, todavía no se lo podía creer. “No solemos practicar con tanto público, ni mucho menos. Ver a la gente me ha dado energía y he querido devolver esa energía empleándome a fondo”, aseguraba.
Después de una mañana en las piscinas de Martiartu, tocaba enfrentarse por primera vez a los saltos de verdad. Los de 27 metros. El gran salto. Ese que no practican desde que, hace siete meses, compitieron en la última parada en las Azores. Y tenían ganas, se les notaba. Posaron sonrientes junto a la alcaldesa en funciones, Ibone Bengoetxea, y el director foral de Turismo, Gabino Martínez de Arenaza. Repartieron sonrisas, bromearon entre ellos, posaron con sus fans, se hicieron selfies desde la plataforma... Cuesta creer que estén a punto de jugarse la vida. “Pareces el Papa”, bromeaba uno de los miembros de la organización con Gary Hunt cuando una mujer le puso a su bebé en brazos para hacerles una foto. Steven LoBue incluso presumió de mujer -acaban de casarse- presentándola desde lo alto de la plataforma.
Desde el espacio reservado para ellos bajo el puente de La Salve, al lado del Guggenheim, una moto de agua les va llevando, ya en traje de baño, hasta el pantalán del otro lado de la ría. De uno en uno, o en grupo de tres, sentado uno detrás del otro. El ascensor se encarga de dejarles sobre el puente, a casi tres veces la altura desde la que han estado entrenando estos meses, ensayando por partes los saltos que han empezado ahora a ensamblar. Los coches no circulan por el puente: demasiada vibración. Se asoman a la plataforma y arrojan al agua una pequeña toalla. “Estamos mojados al saltar y nos secamos un poco, para tener mejor agarre al realizar las posiciones”, explica Gary Hunt. Algunos saltan sobre la plataforma, otros realizan los últimos estiramientos y hay quien, como Orlando Duque, los repasa casi en vivo antes de lanzarse. Indican a los submarinistas que salpiquen el agua: ayuda a que el golpe no sea tan brutal -si es que eso es posible- y también a saber exactamente dónde tienen que caer. Algunos piden a los asistentes unos aplausos de ánimo. Y los presentes, todavía sin haber recuperado el aliento, jalean a los atletas. “Vamos, ¡valiente!”, se escucha. El salto es perfecto.