Conocí a Jesús Jericó cuando a los pivotes de balonmano se les llamaba rayas y él, aún en juveniles, ya era uno de los mejores de Navarra, y por eso dio el salto directo al primer equipo del Anaita, apoyado en ese cuerpo intimidante, rotundo como un Volvo, que engañaba porque hasta marcaba goles de contraataque, a la carrera. Esos años en los que, salvo un par de figuras (y poco), no se cobraba ni en División de Honor, y así nadie despistaba estudios ni trabajo, y tampoco en eso le fue nada mal. Y lo poco que necesitaba para echar unas risas, como cuando, uno entre mil ejemplos, defendía a capa y espada su teoría científica de que los mejores cubatas eran los de Kyns de limón, tesis que no debió de convencer a nadie porque dejaron de fabricarlo... El balonmano navarro ha lamentado estos días su adiós tan prematuro, tan paradójico en alguien con tal vitalidad, pero ha sido difícil llorar a quien te hace sonreír cada vez que lo recuerdas.