Parece que no, pero sí que lo era y él lo sabía. A pesar de no jugarse realmente mucho, pues, salvo catástrofe, Marc Márquez tiene este Mundial en el bolsillo, las últimas tres victorias consecutivas de Ducati y sus posiciones primera y segunda en la parrilla de Aragón empezaban ya a sonar a monólogo. Marc no ganaba desde Alemania y el runrún general por el paddock de que la Ducati es ahora mismo la mejor moto en parrilla empezaba a escocer en el box de Honda. Por ello, se empleó a fondo como si se jugara todo a la carta de la victoria en Motorland, dejando a un lado la tan famosa calculadora, su nueva forma más madura de contemporizar cuando la victoria se pone difícil y calzando contra sentido el neumático blando atrás que no se había valorado en todo el fin de semana.

La carrera fue sobre el guion, con Marc como el único que podía plantar cara a la hegemonía roja. Todo, excepto por la caída dura y difícil de entender de Jorge Lorenzo en la primera curva. Exceso de ímpetu, de autoconfianza, quién lo sabe. Entró colado, no pudo aguantar trayectoria, pisó la hierba y por orejas. A partir de ahí, la impresión era que Dovi, con una Ducati que ya funciona bien en todos los circuitos, podía tener más ritmo e incluso abrir hueco y que Marc podía conformarse con el segundo puesto del cajón, dadas las circunstancias en la clasificación. Y entonces Márquez, para sorpresa de muchos, le hizo la de Rossi a Stoner en el circuito de Laguna Seca. No dejar escapar a Dovi, pasarle de cualquier forma, cortarle el ritmo, hacerle la carrera incómoda, enseñarle la rueda constantemente, devolverle cada adelantamiento que le hacía el italiano, incluso perdiendo trazadas o saliéndose de la pista y estrujando ese neumático blando en el justo momento. Los genios son así. Y Dovi, que tampoco es un muro mental precisamente, acabó desquiciado y entregando la cuchara, que es lo mejor que se puede hacer cuando el piloto de Cervera se pone en modo caníbal y solo piensa en ganar. Y más si era tan importante.