isto lo que ha hecho China para frenar al coronavirus, y visto lo que está teniendo que hacer Italia, donde la evolución de la epidemia lleva dos o tres semanas de ventaja a España, la duda ofende: hay que parar el deporte de competición y esperar a que la epidemia empiece a remitir. Sin dar la menor prioridad a aspectos económicos (otra cosa es que se intenten paliar), sociales y, mucho menos, de problemas de calendario.

Por definición, los muros de contención deben ser herméticos, pero aquí se está jugando con mucha alegría con el concepto a puerta cerrada, como si los deportistas no fueran seres humanos o como si el 99% de los deportes no fuera puro contacto con los rivales y compañeros.

Tampoco falta quien argumenta a favor de mantener las competiciones que el coronavirus no es peligroso para gente joven y sana como los deportistas, cosa que parece cierta pero que olvida su capacidad para infectarse y transmitir a la enfermedad a todo su entorno, incluido el de más alto riesgo -mayores y personas con patologías previas-.

Los especialistas están recordando estos días una obviedad matemática: una epidemia está descontrolada cuando cada infectado contagia a más de una persona, y empieza a remitir cuando se consigue bajar de esa cifra. Pero eso solo es posible disminuyendo los contactos humanos. En China lo hicieron a lo bestia -es lo que tienen las dictaduras, que no necesitan pedir permiso para imponer medidas draconianas- y en Italia se está haciendo respetando derechos básicos, pero con similares resultados en cuanto a la prohibición de aglomeraciones humanas. Y aquí -cuanto antes, mejor- habrá que aplicarse el cuento.

No nos cabe en la cabeza que los padres de un deportista puedan estar tranquilos después de verle competir -en estrecho contacto con varios rivales- un domingo por la mañana y, acto seguido, ir a casa de los abuelos a comer y, quizás, a contagiarles una enfermedad mortal para ellos. El deporte es importante, pero no tanto.