La fecha límite establecida para que el Reino Unido abandone su pertenencia a la Unión Europea es el 31 de octubre. Faltan unos pocos días y seguimos sin tener claro qué va a pasar. Tras más de dos años de turbulencias políticas y económicas (el referéndum en el que se consultó la cuestión a la ciudadanía británica fue el 23 de junio de 2016), se llegó a un acuerdo de última hora entre Boris Johnson, primer ministro del Reino Unido, y los representantes de la Unión Europea. Pero todavía no se ha aprobado por el Parlamento británico y en el momento de escribir estas líneas se empieza a hablar sobre la posibilidad de una nueva prórroga...

Así que pensé que era una buena ocasión para recordar las consecuencias que podría tener la consumación del brexit. Y volvía a leer a los economistas explicando cómo el libre comercio de bienes y servicios en igualdad de condiciones, junto con la libertad de movimientos de trabajadores y capitales, favorecen el progreso económico y el bienestar social. Y a rememorar cómo la especialización de las empresas en aquellas actividades productivas en las que existe una ventaja comparativa les hace más eficientes y pueden ofrecer productos a los consumidores de mayor calidad y a menor precio. Si el mercado se amplía a más países habrá más familias que podrán aprovecharse de estas buenas condiciones de compra. Y a preguntarme, ¿por qué frenar el libre mercado? El proteccionismo frente al comercio internacional (por ejemplo, con un arancel) sólo favorece a dos tipos de agentes en la economía: los productores poco competitivos que eliminan a sus rivales extranjeros y el Estado que recauda el valor monetario del arancel.

Y ahí estaba dándole vueltas al motivo por el que el Reino Unido (o los EEUU, que también) desean retomar políticas proteccionistas, cuando llegué al capítulo del libro de Comercio Internacional de Paul Krugman (premio Nobel de Economía en 2008) en el que se explica el comportamiento de mercados caracterizados por economías de escala externas. Son industrias en las que se consigue reducir el coste medio de producción de las empresas conforme aumenta su tamaño. Las empresas conforman un clúster industrial con ventajas de localización y de especialización a la hora de obtener conseguir proveedores de materias primas o de componentes intermedios. En muchas ocasiones estos proveedores se sitúan geográficamente muy próximos al clúster para aprovecharse de la cercanía y de la inmediatez en el servicio. Si la industria se consolida, se generan oportunidades para atraer el talento de trabajadores cualificados y de nuevas ideas de emprendedores. Todo ello redunda en una continua mejora de productividad y una reducción de los costes de producción. La competencia interna entre las empresas del clúster les lleva a bajar el precio aprovechando la reducción de los costes unitarios de producción. Con la apertura al mercado internacional el clúster podría crecer todavía más gracias a la exportación y la reducción adicional del coste unitario de producción y del precio de venta. Y se consiguen ventas a gran escala por todo el mundo. Todo esto nos debería resultar bastante familiar en la era de la globalización, y podemos pensar en regiones industriales punteras o ejemplos paradigmáticos como Silicon Valley en EEUU o la región de Hong-Kong en China. También nos ayuda a explicar por qué empresas que venden ordenadores, pantalones vaqueros, raquetas de tenis, etc., lo hacen a un precio cada vez menor a pesar de que la demanda crece sin parar y suele mejorar la calidad del producto.

Nos enfrentamos a un resultado sorprendente: una relación de signo negativo entre la cantidad producida y el precio de venta. ¡La curva de oferta en estos mercados tiene pendiente negativa! La teoría económica convencional (y la que se enseña actualmente en las universidades) explica el equilibrio de mercado en el cruce entre una oferta que recoge una cantidad creciente con el precio y una demanda que disminuye su cantidad cuando crece el precios. ¿Se acabó el paradigma clásico de la economía? El comportamiento de oferta de muchas de las industrias del siglo XXI, operando en un mercado global, choca con el diseño tradicional del equilibrio de mercado. Fue Alfred Marshall (economista británico, 1842-1924), quien a comienzos del siglo XX popularizó en sus Principios de Economía la determinación del equilibrio de mercado como la intersección entre la oferta (pendiente positiva) y la demanda (pendiente negativa). Sin embargo, el mundo real muestra economías de escala en las que un aumento de la demanda no hace que suba el precio de equilibrio sino que provoca una bajada por la caída de los costes unitarios. Y esto hace atractiva la idea de abrir los clusters industriales al mercado exterior. La entrada de la demanda extranjera podrá permitir un incremento de las ventas y un aumento del tamaño de la industria (con más empresas y mayor producción por empresa). El precio será todavía más competitivo con una ganancia de bienestar tanto para los consumidores locales como para los del resto del mundo.

Bueno, al final, por lo menos hay coincidencia en el resultado: tanto las teorías convencionales (y algo desfasadas) como aquellas más modernas que recogen la realidad del mundo globalizado nos explican por qué el comercio internacional (diseñado de manera justa para ambas partes) es una buena idea para la gente. A pesar del brexit o de Donald Trump. A ver si se enteran.