El precio de la vivienda se ha instalado de nuevo en el eje del debate público. También en Navarra. Porque no deja de subir, porque excluye del mercado de compra a un porcentaje creciente de personas, porque obliga a esfuerzos crecientes para pagar el alquiler y porque su desbocado ascenso está convirtiendo a lo que debería ser un derecho social “en un nuevo factor de división de clase social”. Quien puede adquirir no solo una, sino dos o tres viviendas, y quien no tiene el control sobre el piso en el que vive, sujeto a la incertidumbre que genera el final de su contrato o una posible subida.
Es lo que defiende Alberto Martínez, liberado del sindicato de inquilinas e inquilinos de Madrid, una organización creada en 2017, cuando en las dos ciudades más grandes de España cristalizó el nuevo modo en que la vivienda se convertía en un nuevo problema. La burbuja de precios que se vivió entre 2000 y 2008, y que reventó con la crisis financiera, terminó por desplazarse a los alquileres. Mientras el número de desahucios, disparado hasta 2013-2014, iba a la baja, el precio del alquiler doblaba la curva y empezaba a subir.
Los bajos tipos, el incremento del alquiler turístico, la rentabilidad creciente que ofrecía invertir en ladrillo y la escasa capacidad de compra por parte de millones de ciudadanos empobrecidos comenzaron a inflar el precio de los alquileres, que se ha disparado tras la pandemia, empujado por el incremento de la población. “Pero sobre todo –advierte– Alberto Martínez, porque la vivienda se usa como una mercancía y no como un derecho”.
De todo ello, y del modo en que el sindicato de inquilinas actúa en Madrid y Barcelona, habló en Pamplona, invitado por el sindicato ELA. Martínez es escéptico ante la efectividad que puede tener la ley de vivienda y su principal derivada, la limitación de precios al alquiler, que debería entrar en vigor a mediados de 2025 en Navarra. “La regulación –dice– ha nacido rota, tiene un agujero por el que se van a escapar los alquileres hacia el alquiler de temporada y el alquiler de habitaciones. En Madrid ya nos estamos encontrando con verdaderos problemas de hacinamiento en pisos y en habitaciones”.
A su juicio, la solución inmediata tampoco pasa por construir más vivienda, por mucho que sea protegida y mantenga esta calificación de por vida, como sucede en Navarra, segunda comunidad en aplicar esta medida, desde 2022. “Es verdad que hay falta de oferta, que la población está creciendo. Pero en el Madrid tenemos unas 100.000 viviendas vacías y miles más destinadas de manera ilegal al alquiler turístico. Si hablamos de construir, los efectos los sentimos a los diez, 15 ó 20 años, pero los problemas son ahora y requieren de soluciones urgentes”.
Martínez considera que el problema es “estructural” y echa mano de la célebre frase atribuida al ministro franquista José Luis Arrese -“queremos una sociedad de propietarios, no de proletarios”- para explicar una cultura inmobiliaria con décadas de historia, sí, pero alentada desde los poderes públicos. “En España, desde 1985, no hay contratos indefinidos de alquiler, por lo que no se genera ninguna seguridad para vivir de esta manera. El problema es el rentismo: que yo, con mi salario, tenga que pagar un sobresueldo al propietario está mal, sea el dueño Blackrock o el tío Paco, aunque luego la administración deba tratar de modo distinto a cada uno”.
Huelga de alquileres. Una de las actuaciones más conocidas del sindicato de inquilinas de Madrid y de la organización análoga en Barcelona es la declaración de una huelga de alquileres. En estos momentos tienen en marcha dos procesos. En el caso de Madrid, los pisos pertenecen al fondo Azora, se encuentran en localidades del sur de la comunidad, como Pinto, Getafe y Alcorcón y la huelga supone que se dejan de pagar concetos como el IBI, la comunidad y el seguro de impagos. “Suponen subidas de entre 200 y 250 euros al mes”. En el caso de Barcelona se trata de “pisos de la Caixa que eran de protección oficial y que ahora se van a liberalizar”, con lo que el precio de sus alquileres dejaría de estar regulador y podría pasar al mercado libre.
Durante los últimos 15 años, de hecho, el número de personas que vive de alquiler no ha dejado de incrementarse. Y comienza a conformar una clase social, el inquilinato, atravesada por algunas características comunes. La procedencia es una de ellas: el “inquilinato”, explica Martínez, cuenta con una amplia representación de la población migrante; también los jóvenes se ven abocados a buena medida a vivir de alquiler, cada vez además durante más tiempo. “En Madrid, el 65% tiene ya más de 35 años”, añade Martínez, quien recuerda asimismo la elevada presencia de familias monomarentales. Junto a ello, los datos de Hacienda muestran la diferencia de ingresos entre quienes viven de alquiler y sus caseros. “Al margen de las rentas que declaran, los ingresos medios anuales de los propietarios doblan a los de sus inquilinos. La vivienda se ha convertido en un nuevo factor de división por clases”.
Una línea que muchos solo franquean “en el momento de heredar”. “Lo que sucede es que muchos no vamos a heredar. En el caso de las migrantes esto es claro, por lo que la vivienda se convierte también en una fuente de transmisión de la riqueza, las situaciones se perpetúan”.
Martínez denuncia asimismo “los filtros racistas” que a su juicio aplican las inmobiliarias, y que dejan fuera del mercado a personas emigrantes. Una práctica a la que, según dice, también se suman “los bancos a la hora de conceder hipotecas”, polarizando todavía más un mercado en el que cada vez tienen un mayor peso las adquisiciones que se concretan sin necesidad de hipoteca: “Son casi el 60%”