A Vanessa Nieto, pamplonesa de 35 años, el fin de mes le llega muchas veces el día 5, cuando el banco se cobra la letra del coche, la tarjeta y el alquiler del local donde guarda los muebles desde que, hace ya cinco años, tuvo que regresar a casa de sus padres. Es la consecuencia de cobrar el Salario Mínimo Interprofesional (16.576 euros anuales), una nómina que comparte con cerca de 31.500 navarros, en torno al 10% de la población ocupada de la Comunidad Foral.
Un sueldo “depresivo”, describe Leyre Rubio, de 30 años, su compañera en Afede, una juguetería con tienda en Ansoain y cerrada desde que sus tres trabajadoras, hartas de cobrar una cantidad que no sirve para “vivir con dignidad”, decidieron iniciar una huelga indefinida en noviembre que todavía se mantiene. Ambas, como Valentina Gómez, la tercera empleada del establecimiento, y el resto de personas entrevistadas para este reportaje consideran que, en Navarra, un salario mínimo debería rebasar los 1.600 euros, en línea, por ejemplo, con la reclamación del sindicato ELA, que pide 1.795 euros, en torno al 65% del PIB nominal per capita.
Son trabajadoras del comercio, repartidores de comida como Miguel Pi, malagueño, osasunista desde chico y corredor del encierro en Mercaderes; empleadas del hogar como Caridad, Ángela o Natalia, internas que viven y duermen junto a ancianos que necesitan una atención constante; hay conserjes, telefonistas de centros de llamadas, peluqueros. Nacidos en Navarra, en otras comunidades o al otro lado de los Andes y del estrecho de Gibraltar.
Algunas llevan años “haciendo horas y horas” para alcanzar los mil o 1.200 euros. Otros, sobre todo quienes suman muchos años en el mismo puesto, han visto cómo el SMI directamente los atrapaba porque en los últimos años ha subido a mayor velocidad que su nómina, al igual que lo han hecho los precios, la cesta de la compra, la gasolina, los suministros. Desde 2015, el salario mínimo ha pasado de 648 a 1.184 euros. En este tiempo los precios han ascendido casi un 30%.
Es la precariedad que se esconde tras las grandes cifras del PIB y el empleo, en los pliegues de una sociedad en apariencia opulenta. Son las vidas a medio construir, los sueños que se aparcan, el esfuerzo continuo para enviar dinero al país de origen, donde se han quedado los hijos, los hermanos, los padres; la independencia que no llega pasados los 30, la angustia por la última factura, la que amenaza por deja al descubierto una cuenta corriente menguante. Es vivir en un alambre. “Tienes que hacer malabares –explica Vanessa Nieto, que trabaja desde hace diez años en Afede–; estás pensando que si un día te tomas un café al siguiente a lo mejor no puedes coger la villavesa. Me gusta mi trabajo, de encargada en la tienda, de cara al público, cada día es diferente; pero quiero llegar a a fin de mes. Ahora mismo ni me planteo mirar un alquiler. Una hipoteca, con nuestros salarios, imposible. Si me las vi y me las deseé para que me dieran el préstamo del coche”.
Los proyectos aparcados
Un viaje a Nueva York es el sueño de Leyre Rubio Muñoz, que lleva siete años “tratando de ahorrar” y que todavía no ha podido comprar el billete. Vive desde hace una década en Pamplona, hasta donde llegó junto su madre procedente de Badajoz. Aquí conoció a su pareja, con quien vive desde hace siete años. “Estamos en el piso de un familiar, tenemos esa suerte, así que pagamos unos 600 euros”.
Con estudios en comercio y marketing, ha trabajado casi siempre en tiendas, de cara al público, pero “cada vez peor”. “Hasta la pandemia más o menos estaba contenta –recuerda–, pero luego llegó el confinamiento y comenzamos a ir mucho más justos. Mi novio era autónomo, así que tirábamos con lo que me daban a mí del ERTE. Estuve también en Bimba y Lola, allí el sueldo era algo mejor, pero los horarios, un desastre. Estabas a viernes y aún no sabías de qué ibas a trabajar la semana siguiente”, Volvió a Afede, con menos sueldo pero más tiempo disponible. Ahora tengo todo el tiempo, pero nada de dinero. Más vale que mi chico trabaja, que es profesor de música, productor musical y DJ, y que tenemos el apoyo de mis suegros y de mi madre. Lo que no sé es qué van a hacer nuestros hijos cuanto tengan que tirar de nosotros”.
Con 30 años, Leyre siente la angustia de ver a que “a 11 ó 12 de mes quedan apenas 30 euros en la cuenta” y hay que pasar todo el mes. “Yo es lo que peor llevo, me da la ansiedad. ¿Por qué no puedo llevar una vida normal si estoy trabajando? El último fin de semana estaba estresada porque había que meter dinero en la cuenta, iban a pasar recibos. Me agobian mucho estas cosas. Me vale con llegar a cero, que si a día 30 se me ha terminado la leche me compre seis litros, como una persona normal. Pues no, no puedes. Es súper triste vivir así”.
Pagar las facturas es la prioridad; ahorrar, casi un sueño. Comprar una vivienda suena imposible. Crear una familia, una aspiración que se posterga en busca de una estabilidad económica que no termina de llegar. “Yo quiero ser madre –continúa Leyre– y estoy traumada porque veo que, si no llego yo, cómo voy a a poder mantenerlo. Mi madre y mi suegra me dicen que me anime y que no me va a faltar ayuda, pero quiero ser capaz de irme un día de compras y cogerle un batido. Quiero criarlo yo, no mi madre o mi suegra”.
“Pagas el alquiler, las facturas y las comidas. Internet es un lujo”
“La diferencia con ellas es que mi familia no es de aquí, no me puede ayudar económicamente. Lo que quiera hacer lo tengo que sacar adelante yo misma”, tercia Valentina Gómez Cadavid, la tercera trabajadora de Afede, colombiana de Pereira, que llegó a España en 2008, con apenas diez años y que, tras separarse de su pareja, vive junto a su abuela, que también trabaja. Pagan un alquiler de unos 750 euros al mes. “Y después de Navidad, que estás más tiempo en casa, pues llegan facturas de 300 euros. Me planteo tener dos trabajos”.
Con el sueldo mínimo de 1.184 euros “hasta tener internet, que es una necesidad para estudiar, se convierte en un lujo”. Sobre todo sin el respaldo de una casa familiar pagada, esa frontera a veces infranqueable que divide a la sociedad entre propietarios e inquilinos, entre quienes nacieron aquí y quienes llegaron de otros países. “Con mi pareja vivimos un tiempo con otras personas compartiendo piso, pero la convivencia era complicada, así que duramos dos meses. Luego volvimos a casa de mi madre y finalmente alquilamos. Mi pareja tenía un sueldo mejor y apañábamos, aunque en invierno, para ahorrar calefacción, teníamos calentadores en casa”, recuerda.
Comprar vivienda en esas condiciones se convierte “en una quimera”, continúa Valentina. Ni con dos contratos fijos y dos sueldos en casa. Lo intentó hace ya un tiempo junto a su novio. “Y se nos quitaron las ganas”, recuerda. Con 20.000 euros ahorrados el trámite en el banco se resolvió con rapidez.
-Con ese dinero –les respondieron– podéis intentar comprar algo por 90.000 euros.
“Lo que nos enseñó –recuerda Valentina– era poco más que un solar, inhabitable prácticamente. Nos dijo que intentáramos comprar algo sobre plano, de obra nueva, e ir ahorrando, como había hecho él. Pero viviendo en casa de sus padres, claro”.
El proyecto de adquirir una vivienda ha quedado hoy aparcado, sustituido por el de obtener el carnet de conducir y completar unos estudios de higiene dental que debe hacer “a la distancia” y por lo privado. “Porque por lo público no puedo compaginar con el trabajo”, dice. Después de muchos años ahorrando son sus padres quienes están intentando ahora adquirir una vivienda, contar con algo propio que dé sentido, de alguna manera, a la decisión de cambiar de continente y emprender una nueva vida hace casi dos décadas. “La última vez que lo intentaron –dice– no les dieron la hipoteca porque no estaban fijos”.
Horas limpiando de casa en casa para llegar a 1.184 euros
Todos los días, Ángela López Pérez escribe unas líneas por la mañana. Reflexiones, recuerdos, un resumen del día anterior, también una herencia de la joven inquieta que hace más de 30 años cursó apenas dos trimestres de Filosofía antes de dejarlo, ya embarazada de su primera hija, para ponerse a trabajar. Lo hace prácticamente desde que llegó a España el 6 de enero de 2005, en uno de los inviernos más fríos de lo que va de siglo. “Vine sola y no escogí Pamplona por tener familia o porque tuviera trabajo. Había visto las fiestas de San Fermín y decidí que este podía ser un buen sitio”, recuerda.
En Ecuador quedaron cinco hijos. Y en Pamplona aguardaban ocho años de trabajo en cafeterías, “doblando turnos” para ganar 1.600 euros al mes, viviendo en habitaciones en pisos compartidos, y con el único objetivo de enviar dinero todos los meses a casa y ahorrar lo suficiente para pagar, una vez al año, el pasaje de avión de regreso a casa.
“Hasta que no pude seguir trabajando en Taberna, mis pies no aguantaban tantas horas seguidas de pie, y decidí comenzar a trabajar en casas”, recuerda Ángela, que pertenece a la Asociación de Empleados y Empleadas del hogar de Navarra, impulsada por Caridad Jerez hace más de una década, y que tiene como objetivo dignificar el trabajo de cientos de mujeres, que reclaman ser tratadas “como el resto” de trabajadores. “Queremos nuestros contratos, nuestros horarios, extras, vacaciones, ni más ni menos que los demás”, añade Natalia Les Monreal, quien tiene claro que las subidas en el salario mínimo de los últimos años no son suficientes. “Para llegar a él tienes que hacer un montón de horas de trabajo”.
Sobre todo, sacar adelante a los hijos
Las tres son madres y empleadas del hogar. El punto en común de tres historias muy diferentes. Caridad Jerez llegó a Pamplona desde Albacete junto a su marido, policía nacional, en 1984. “Íbamos a estar tres años y pedir el regreso a casa o a otro destino, porque aquí eran años muy duros, pero cambiaron la norma y ya no pudimos, así que nos quedamos. Y muy bien. Mi hija, de hecho, ya nació aquí. Pudimos comprar una VPO en Mendillorri, porque a mi marido le tocó la quiniela. Fueron 600.000 pesetas, acertó 13, le falló el Sevilla”, recuerda.
Adquirir una vivienda, pagar la hipoteca, sacar adelante a dos hijos y poder comprar un segundo coche eran demasiado para un único salario, por lo que Caridad decidió trabajar. “Y lo más fácil, con dos niños, era ponerse a limpiar”, recuerda. A sus 68 años, Caridad sigue acudiendo, tres horas al día, desde hace 33 años a la misma casa. Completa así la pensión de su marido y espanta así el fantasma de la jubilación. “Ya no aguanto en la cama, no duermo tanto. Para quedarme en casa sigo trabajando”, dice.
La precariedad, los abusos
Natalia Les nació en Valtierra, pero vive desde los tres meses en Pamplona. Con el título de administrativa y una hija a su cuidado tras divorciarse, tuvo que comenzar a trabajar en empresas de servicios, de limpieza y, posteriormente, ya por su cuenta en casas. “Estaba cuatro horas y media, pero lo cierto es que la mujer me explotaba bastante, me hacía fregar los suelos de rodillas. Tenía postillas y me decía exagerada porque me quejaba. Me hacía limpiar hasta los tornillos de los muebles de la cocina, literal. Estuve ocho años y medio, aguanté porque era jovencita. Cuando con Zapatero ya les obligaron a pagar la Seguridad Social me puso a limpiar también el despacho que tenía su marido, que era abogado, en el mismo bloque, en Yanguas y Miranda. Pero yo me pagaba la Seguridad Social. Al final me harté y me marché”.
Hoy sigue trabajando en casas, a través de una empresa, mucho más respaldada. “Si alguien te grita, te vas”. Lo que no mejora es el sueldo, que obliga a estirar todas las semanas las jornadas de un trabajo muy poco reconocido. “Vivo de alquiler en San Jorge, con una ayuda pública. A base de meter horas y horas, podía irme una semana de vacaciones al año y he podido pagar los estudios de mi hija. Era mi empeño, que estudiara, para que no tuviera que limpiar como yo”.
Un alquiler paga también Ángela López, quien comparte piso con su hija mayor, que llegó desde Ecuador hace diez años. “En realidad, al piso voy poco, porque estoy interna en una casa, cuidando a una señora casi centenaria, y hago horas en una residencia. En la casa cobro 1.184 euros”, dice.
Tras dejar el trabajo en las cafeterías, Ángela solo ha trabajado de interna. “Ahorras porque dispones del alojamiento, pero es muy duro. No tienes vida, ni intimidad, no descansas por las noches y por el día trabajas. Empecé así en una casa en Pamplona. Estaba bien, hasta que el marido empezó a acosarme. Llegó a meterse en mi habitación por las noches, pasaba por la cocina y me tocaba las nalgas, cuando le amenacé con denunciarlo sus sobrinos me despidieron”.
Salir de la precariedad: unas oposiciones, una oportunidad laboral
En noviembre hará diez años que Miguel Antonio Pi Andú, que ahora tiene 32, llegó a Pamplona junto a sus padres. Con un grado medio en electricidad y sistemas de climatización, no ha logrado trabajar en ello. “Hice prácticas en Leclerc, pero luego no hubo manera. En todos los sitios piden experiencia. Pero digo yo que la experiencia se logra trabajando”.
Miguel vive junto a sus padres en la Rochapea y trabaja como repartidor en Just Eat, donde es delegado sindical por CCOO, desde hace dos años. Tiene contrato por 16 horas a las semana y 610 euros. “Puedo llegar a 700, 800 euros con todos los extras. Como estoy con mis padres algo puedo ir ahorrando. No soy de salir mucho ni de gastar”, dice.
Miguel reclama mejorar las condiciones laborales, sobre todo el kilometraje (0,10 euros en bici eléctrica y 0,15 en moto) y un sitio donde cobijarse cuando llueve entre reparto y reparto. “En noviembre, un día que no dejaba de llover, terminé tan calado que me dio un síncope al entrar en un restaurante, caí desplomado”.
Mientras entrega curriculums, Miguel piensa también en estudiar un grado superior en su especialidad, que podría abrirle puertas en empresas industriales o de transporte en frío. No es el único. Tanto Vanessa Nieto como Leyre Rubio confían en volver a trabajar en Afede, con un mejor salario, eso sí, pero ambas se están planteando opositar. Estudiar para presentarse a unos exámenes que les permitan entrar en un sector público donde los salarios de partida no son elevados, pero que se revalorizan todos los años con el IPC.
“Estudié Administración y Finanzas, he pensado en presentarme a las de Hacienda o de administrativo”, dice Vanessa. Leyre tiene pensado esperar a las siguientes oposiciones a celador. “No es un sueldo alto, pero es un sueldo. Hay comercios donde se paga bien, como el del metal o las joyerías, pero el resto...”.
Lo público emerge así como garantía de estabilidad. Por los salarios, que suben a mayor ritmo que en el sector privado, por las condiciones de trabajo, por las facilidades para conciliar que valoran quienes, como Leyre, aspiran a formar su propia familia. “Parece que estoy pidiendo un Ferrari en la puerta y lo que quiero es un hijo”.