SIEMPRE pensé, y ahora lo hago con más motivo, que a los cinco minutos de aplausos de las ocho de la tarde a los sanitarios y a los colectivos comprometidos en la lucha contra la pandemia deberían haber seguido otros diez o quince de abucheos a los que que estaban colaborando con la difusión del virus. Entre esos jorobadores de la marrana ha destacado por méritos propios el llamado poder judicial, especialmente en sus escalones más altos. A lo largo de este año y medio eterno, y particularmente en los momentos más graves, los Superiores de Justicia -con doble subrayado para el vasco- y el Supremo han venido saboteando miserablemente el esfuerzo sobrehumano de los sectores en primera línea de batalla, de las autoridades y, en la derivada final, de cada ciudadano de a pie que aportaba su granito de arena por incómodo que le resultase. Sus muy elevadísimas señorías lo hacían, para más recochineo, en nombre los derechos fundamentales que quedaban conculcados por la legislación ex-cep-cio-nal con la que se trataba de evitar las hasta seiscientas muertes diarias que llegó a haber en la fatídica primavera de 2020. Inasequibles al desaliento, los de las togas negras jamás se han rendido, como lo prueba que a iniciativa de Vox -¡Sí, malotes progres, de Vox!- el Tribunal Constitucional está a punto de declarar ilegal el primer estado de alarma. Por si no fuera suficiente con que las zarpas neofascistas prendieran la mecha, el ponente de la sentencia es Pedro González Trevijano, a la sazón, rector de la Universidad Rey Juan Carlos en el momento de los escándalos de los másteres. Lo tremendo es que el fulano se saldrá con la suya.