Respeto
– Siempre he sostenido que la muerte no nos hace mejores personas. Me sobran, pues, los elogios desmedidos sobre Benedicto XVI que estoy leyendo y escuchando por doquier. O, más bien —seamos sinceros— al fondo a la derecha. Pero también defiendo un cierto respeto para quien acaba de abandonar este mundo, incluso si, cuando respiraba, no se encontraba entre mis personas favoritas. Quizá haya tipos que puedan suponer la excepción a esta regla —Putin, cuando la diñe, sin ir más lejos—, pero, en general, no veo nada digno de aplauso en hacer leña del árbol caído. Menos, si es a base de saña ventajista, como estamos comprobando en la hora del adiós a un hombre —¿qué otra cosa es un papa?— que pasó los últimos años de su vida, casi con toda seguridad, sin ser consciente de quién era ni de quién había sido. Sinceramente, me parece un exceso innecesario denunciar vertiendo espumarajos el presunto blanqueo de la figura del recién difunto, como ha hecho, entre otros tantos, la inefable responsable de Igualdad de Podemos en Madrid, Beatriz Gimeno, a la que más le valdría ocuparse y preocuparse de los casi 150 agresores sexuales favorecidos por la ley del ‘solo sí es sí’.
Amortizado
– Ratzinger, efectivamente, es un blanco fácil. Pero, utilizando una de las expresiones de su condición, en el pecado lleva la penitencia. Porque es verdad que, durante unos días, gozará de cierta atención mediática. Sin embargo, ni de lejos la que habría tenido de no haberse apartado (se supone que por voluntad propia) del asiento de Pedro. Como si fuera una bajada de las bolsas, su fallecimiento estaba descontado. De algún modo, ya había muerto cuando se hizo a un lado. Estas honras fúnebres son en diferido y no irán un minuto más allá del momento en que lo depositen en la cripta correspondiente. Esta vez no ha lugar a quinielas ni intrigas sobre su sucesión. No habrá cónclave ni chimenea con humo blanco ni anuncio en el balcón. Literalmente, aquí paz, y después gloria.
Apunte ínfimo
– En cuanto pase la ceremonia necrofílica, Joseph Ratzinger será un apunte ínfimo de la Historia. Apuesto, y seguro que gano, a que su presunta aura se diluirá y ni lejanamente hará sombra a la de su predecesor, Juan Pablo II, un tipo intelectualmente bastante menos preparado que él que ha quedado como icono de esa Iglesia que se resiste con uñas y dientes a ponerse al día. Incluso aunque hoy la lidere un converso de manual como Bergoglio, monseñor silente de los atroces crímenes de la dictadura argentina y hoy referente para progresís que no sabrían hacerse la señal cruz en su versión completa.