Hace ya años, en una jornada electoral, me encontré a uno de los recién elegidos celebrando su éxito a lo grande en un callejón. Se estaba metiendo unas rayas de coca junto a un par de correligionarios, y entre que me caía simpático y que la soledad noctámbula dominical une mucho, ahí estuvimos de charleta y risas durante unos minutos. Me alegré de verdad por él, y no vi nada contradictorio ni reprochable en el hecho de que un político recenara lonchas de farlopa. Ocurre en las mejores familias. En cambio, sí me asustó, cuando desperté al día siguiente, que un pipiolo como él, menor que yo, accediera a los órganos de decisión del país. Drogarse de uvas a peras es hábito tanto de jovenazos como de vejestorios. Gobernar, sin embargo, creo que es otra cosa, y en ello la experiencia profesional y vital debería contar bastante.

Por eso entiendo, claro, que la primera ministra de Finlandia se divierta muy a gusto con las amigas, se grabe como se estila en su generación, baile poniendo caritas, pida repetir el selfi cuantas veces haga falta y se desmelene en sus ratos libres. Y, aunque lo ha negado, también entendería que en medio del karaoke se regara con unos chupitos de Plata o Plomo, zampase unas golosinas caras y, en fin, que recorriera el mismo camino festero de tantísimos paisanos cuando la madrugada se estira. No lanzaré ni la primera ni la última piedra. Es lo que toca en la treintena. Lo que pienso que no toca a esas tiernas edades es liderar un Estado, mande una mujer, un hombre o un ser no binario. Llámeme carca, si quiere, pero imagínese a usted ahí. Yo no valdría.