La palabra vasca “erbeste” hace referencia al “extranjero”, etimológicamente “el resto de las naciones”. A partir de 1745 esta palabra se comenzó a utilizar por escrito con la acepción de “permanencia forzosa fuera de la villa o el territorio”. En 1802 se comenzó a emplear la palabra “erbeste” (destierro) para expresar la deplorable situación de los exiliados y, en 1820 encontramos la forma “erbestetar” que hace referencia a aquellos que no sólo han conocido el exilio, sino que han vivido “en” el exilio.

Tras el fin de la Segunda Guerra Carlista, hacia 1885, se añadió y difundió en la literatura oral y escrita vasca la forma verbal “erbesteratu” (exilar), si bien la forma “atzerritu” ya existía desde un siglo antes. No es casual que la palabra “atzerrialdi” (tiempo vivido en el exilio) se difundiera a partir en 1949, es decir, tras las terribles expatriaciones de 1936 y 1940. Después de 1959 se generalizó el uso del verbo “erbesteratze” (deportación). Los hechos ocurridos en nuestro suelo entre 1789 y 1978 enriquecieron nuestro patrimonio semántico enormemente con palabras como “exilio”, “destierro” y otras expresiones relacionadas con la opresión de un pueblo.

La palabra “diáspora” proviene de una raíz griega que significa “esparcir la semilla”. Al igual que “éxodo” y otras expresiones bíblicas, “diáspora” también se ha utilizado en euskara para hacer referencia al exilio y la inmigración vasca a partir de 1936. Y es que, si bien fueron miles los vascos los que salieron de Euskadi en busca de trabajo como inmigrantes, fueron cientos de miles los que fueron exilados, perseguidos por sus ideales políticos a partir de los años del terror en 1792.

Celebrar y conmemorar

En el Día de la diáspora vasca tenemos mucho que celebrar, y muchísimo que conmemorar.

Entre los muchos capítulos trágicos del exilio vasco de 1936 hay un episodio que es importante recordar, el de la purga, destrucción y prohibición de los libros escritos en euskara o de temática vasca.

La prohibición e incautación de libros no era nueva en 1936, más bien había sido algo recurrente durante dos siglos, pero a partir de esa fecha adquirió, como muchas otras expresiones deplorables del ejercicio de la violencia, dimensiones desconocidas hasta entonces. Una de las primeras hogueras en la que se quemaron libros fue la de Tolosa, cuando a las pocas horas de entrar en la villa el 11 de agosto de 1936, los rebeldes saquearon la editorial de Lopez Mendizabal e intentaron quemar sus libros.

Tal como recoge Koldo Ordozgoiti en su magnífica obra La Odisea de Xabietxo, Eladio Esparza fue testigo de los hechos y el Diario de Navarra publicó una nota al día siguiente. “A las cinco de la tarde llegábamos a Tolosa (…). La perspectiva de la plaza del ayuntamiento era de una estampa maravillosa del heroico romanticismo carlista (…) que ahora ha salvado a España de la barbarie. En la plaza se veían multitud de boinas rojas que destacaban fuertemente en el fondo gris de la lluvia. Boinas rojas, camisas azules, soldados, uniformes de asalto, mulos, carros, fardos, colgaduras españolas en los balcones llenos de gente. La bandera española, grande, alegre, en la fachada arcaica del Municipio. Grupos de curiosos asombrados en todas partes. Ir y venir de soldados. Unos cañones en los portales. Abrazos efusivos. Algunas camillas. ¡Era todo aquello algo emocionante! (…) En la mitad de la plaza ardía una hoguera. ¡Eran los libros de una escuela laica! Aquel montón de cenizas, aquella fibra tenue de humo, aquella lluvia persistente daba una significación evocadora y de un gran rango espiritual. ¡Bien empieza la nueva vida Tolosa, quemando las raíces funestas de todo este mal horrible y diabólico!”

Asalto, saqueo y quema de libros

Y así dieron comienzo a una nueva era civilizatoria, conquistando, asaltando, saqueando y quemando libros en lo que Esparza denominó el “fuego purificador”.

En virtud de la orden del 4 de septiembre de 1936 los libros que el régimen consideró “nocivos” debían ser purgados de escuelas y bibliotecas, incautados y destruidos. La orden se acató de inmediato: el primero de febrero de 1937 el gobernador civil de Gipuzkoa y Bizkaia, Jose María Arellano, ordenó la “depuración”. No sólo los libros sobre política fueron considerados “literatura pornográfica y disolvente”, también se persiguieron obras de ficción como la serie de El Corsario Negro de Salgari, donde piratas vascos se enfrentaban al orden imperial. Los tres mosqueteros de Dumas, acaso demasiado gascones e independientes para el régimen, fueron indexados. Las baldas con obras de autores exilados como Platero y yo de Juan Ramón Jiménez y otras como Los cuentos de Andersen o Los viajes de Gulliver de Swift serían purificadas. Por supuesto, las obras escritas en euskara fueron consideradas “nocivas y peligrosas”. Y Caperucita roja de Perrault se convirtió en Caperucita azul.

Seis años después de aquel éxtasis de hogueras purificadoras, Ixaka Lopez Mendizabal y Andres Irujo, dos de los miles de exilados que se embarcaron rumbo a Argentina, se encontraron en el Laurak Bat de Buenos Aires. Con ayuda de Sebastián Amorrortu, fundaron la editorial Ekin en 1942.

La labor de Ekin era clara: Publicar obras prohibidas. En palabras de Irujo, los libros eran su trinchera. Durante las cuatro décadas de la dictadura, Ekin publicó algunos de los grandes clásicos de la literatura política del exilio como De Guernica a Nueva York pasando por Berlín del lehendakari Agirre, En defensa de la verdad de Pedro Basaldua, Un vasco en el ministerio de justicia de Manuel Irujo o Los vascos en el Madrid sitiado de Jesús Galíndez. Ekin publicó también algunos de los poquísimos títulos en euskara que vieron la luz en la década de los años cuarenta y principios de los cincuenta como Joañixio y Bizia garratza da de Juan A. Irazusta, Ekaitzpean de Jose Eizagirre y la primera traducción al euskara del Hamlet de Shakespeare realizada por Bingen Ametzaga. Y otros 120 títulos de antropología, cultura, arte e historia vasca condenados por el régimen.

Distribución por toda América

Los libros de Ekin se distribuyeron por toda la América del exilio, pero sólo gracias a la labor de personas que pasaron estos títulos de contrabando a través del Pirineo como Juan Mari Feliu o, aquellos que los difundieron entre los lectores, como Txomin Saratxaga, pudieron llegar a manos de los lectores en Euskal Herria. Ceferina Fontellas fue una de las personas que decidió enfrentarse al orden impuesto por la dictadura empuñando libros. Viuda y madre de cinco hijos, desobedeció las prohibiciones del gobierno y puso a disposición del público en la Librería Abarzuza de Iruñea obras escritas en euskara y otros títulos indexados, entre ellos los de la colección Ekin. Todo ello sin ánimo de lucro, y arriesgando su trabajo, y su vida.

Estamos hartos de ver en nuestras plazas estatuas de hombres a caballo con un sable en la mano que lo único que supieron hacer fue matar o morir. Hoy que conmemoramos estos hitos de nuestra diáspora, deberíamos desear que nuestras calles se vistieran de otro color, homenajeando a personas como Fontellas, que tanto hicieron por difundir la cultura, especialmente aquella que estaba ahogada y perseguida. Alguien dijo que cuando vendemos un libro, no vendemos once onzas de papel, tinta y pegamento: le regalamos una vida completamente nueva. Y es que un crimen tan execrable como quemar libros es no leerlos.