El hombre del sombrero de fieltro
Semanas atrás leí un artículo sobre Mandela, uno más que demuestra que las grandes ideas están hechas para algunos hombres, muy pocos. Pues si somos sinceros, quién es capaz de acercarse al enemigo para comprenderlo, o de asumir que ese hombre que te está torturando ha sido niño y será viejo, tiene sueños y seguramente también mucho miedo ¿Quién puede adoptar una actitud semejante de no ser una persona excepcional como lo fue el líder negro?
Recordé el citado artículo y las cuestiones que planteaba la noche en que me topé casualmente con un anciano de unos setenta años, vestido con traje sastre y gabardina. Buenas noches, señorita, saludó el desconocido rozando su sombrero de fieltro a lo Bogart. Levanté la vista, sobresaltada. Señora, contesté, observando a la vez la cara del hombre: un funcionario, sin duda, de algún establecimiento público antiguo, antiquísimo, sumido con seguridad en el Régimen. Un empleado gris que aún conservaba el bigotillo mítico perfectamente delineado por la maquinilla de afeitar. Estábamos los dos a la entrada del bar. Yo, en un taburete alto, aferrada ahora al periódico y al cigarrillo de liar que inevitablemente terminaba apagándose antes de consumirse. El de pie, con su sombrero de fieltro y su gabardina impecable. Eso es lo que tienen los cigarros de liar, apuntó él desenfundando un voluminoso mechero de gasolina, que acaban apagándose a las primeras caladas, y ahí caí en su acento del sur y también, al inclinarse para darme fuego, en sus labios, finos, resecos seguramente por la edad; unos labios que formaban una línea recta a fuerza de ser apretados y que en sus comisuras tenían un deje claro de perversidad. Me quedé mirando cómo alargaba aquellos labios temibles en un frunce pálido para apagar la llama que acababa de ofrecerme y luego cómo se demoró antes de volver a encajar el capuchón en el cuerpo del mechero, uno, dos, tres, no sé cuántos segundos, los suficientes para dejar entrever el emblema de la Benemérita. O sea que ha sido guardia, conseguí soltar fingiendo aplomo. El se enderezó aún más, si es que eso era posible y respondió: Yo soy jubilado. Ajá, era jubilado, eso sin duda, pero también guardia, a lo cual él volvió a responder que él era jubilado. Un jubilado español, concretó sin perder su envaramiento, al mismo tiempo que combinaba tragos de humo y de coñac. Y a continuación siguió una perorata apenas entendible sobre lo español, porque yo soy español, repetía como si estuviera intentando convencerse a sí mismo, y los españoles sabemos respetar, ajá, porque en España hay respeto y España no engaña porque si hay un honor es el español, sí señor, y al poco se callaba y volvía a lanzar una bocanada al aire tibio de la noche primaveral, y de nuevo un trago a la copa de coñac, sin perder la compostura aparente, con su sombrero de fieltro y su traje con chaleco donde destellaba un alfiler grabado con un escudo también antiguo, antiquísimo, donde por fin conseguí distinguir el águila y el yugo con las flechas. España, una, grande, libre. Pura demencia y patetismo. En cuanto pude, me reuní con mis amigos en el interior del bar. El me siguió y se colocó a pocos centímetros del grupo. Yo me camuflé, evité su mirada vidriosa de un brillo implacable, el rictus despiadado de su boca, la atrocidad aún latente en el tono gris de su piel. Un hombre oscuro, apuntó alguien al tiempo que, a sus espaldas, se oía la voz del anciano: "España no engaña", y luego un murmullo ininteligible que volvía a ser cortado por la locura, " España no engaña". Hablaba solo frente a la barra con su traje de postín y el sombrero de fieltro. Yo también he sido un niño alguna vez, oí entonces. Sí, eso oí. No una, sino varias veces, que era algo así como decir: yo también he sido inofensivo e inocente alguna vez, y al repetirlo de forma obsesiva, el hombre del sombrero parecía querer convencerse a sí mismo de ello. Poco antes de medianoche se fue. En el bar quedaban un par de clientes. Uno de ellos afirmó haberle conocido muchos años atrás. Yo estuve detenido en el sótano del cuartelillo donde él trabajaba, dijo. El cuartelillo de la ciudad donde todos sabíamos que se había torturado. Así quedaron confirmadas mis sospechas de haber conocido a un hombre con un pasado oscuro. Alguien que había perdido la cordura y que intentaba recuperar inútilmente un vestigio de la primera inocencia. Se había marchado y en el bar había dejado una estela de patetismo. A pesar de su vejez, no había despertado nuestra compasión, ni tan siquiera nuestra disposición a la comprensión. Sencillamente, no éramos grandes hombres capaces de llevar a cabo grandes ideas.