El castillo de Monjardín, término que también se conoce como Deyo desde tiempos antiquísimos, tuvo hasta su propio aljibe, nada menos que de época romana. Después fue campo de batalla de católicos y musulmanes, mausoleo real de la dinastía Jimena y centro de las disputas de los nobles, los monarcas y eclesiásticos, quienes litigaban sin cesar por su tenencia. Teobaldo II intentaría concluir los litigios de propiedad del castillo, pero el papa Alejandro IV se negó a firmar el concordato en 1257.
Sancho Garcés I, rey de Pamplona y Deyo, en el año 907 de la era cristiana, dos después de ser proclamado monarca, conquistaba la plaza a los musulmanes. Fue el primer soberano que recibió sepultura allí, alrededor del año 925. Más tarde, García Sánchez I, su hijo, lo haría en el 970, ambos en la ermita de San Esteban, emplazada en el castillo de Monjardín. Pero sus restos fueron trasladados más tarde a la Catedral de Pamplona, o el Monasterio de Leyre, como arguyen otros cronistas, pasando el mausoleo a un periodo de olvido y decadencia, quitando algunas excavaciones y estudios que se han realizado.
Don Lope de Guillart exploró el Castillo en 1600 y hallaba un bloque tallado de piedra, con la efigie de un soberano con corona sobre la cabeza, en el que aparecía la siguiente inscripción: “dextruxit bárbaros” (destructor de bárbaros). Al lado encontró otra que representaba el rostro de un rey musulmán vencido. Y en la cripta vio un sarcófago de piedra, sin la losa; pero aparte, entre un montón de restos pétreos, aparecieron varias lápidas de alabastro, con inscripciones, que elogiaban al rey Sancho I y sus victorias y reconquistas.
El pueblo de Villamayor de Monjardín es el más cercano al castillo y se emplaza en el valle de San Esteban. Se conoce también al pueblo como el de las tres mentiras: porque «de villa sólo tiene el nombre, de mayor nada, y de jardín menos aún». Desde allí se asciende a pie, tras unos veinte minutos de marcha, hasta el vértice rocoso y escarpado, donde se asienta la fortificación a casi novecientos metros sobre el nivel del mar.
Arriba el panorama es grandioso, llegándose a apreciar a los lejos numerosas cordilleras. Estas son, hacia el Norte, las Sierra de Urbasa y Andía, y el monte Aitzgorri, este ya en Guipúzcoa; por el Oeste se ven las Sierras de Lóquiz, la de Codés, y la de Cantabria, esta última en Álava; por el Este las Sierras de Alaiz, El Perdón, y el Pirineo; y hacia el Sur el Moncayo, que delimita las provincias de Soria, Zaragoza y Navarra. En la cima se comprende el porqué de esta plaza estratégica, sobre todo durante las luchas medievales interétnicas y religiosas, pero también políticas y sobre todo económicas, como suelen ser casi todas las guerras.
La planta del castillo es pentagonal y fue levantado con muros de sillares de piedra, de dos metros de espesor, y almenas que alcanzaban los quince, que se sustentaron ambos sobre imponentes rocas calizas. Se accede al interior a través de la puerta principal, tras una escalinata, apareciendo enseguida un conjunto de edificaciones derruidas, similares a calabozos, mazmorras y cuadras. A su lado se aprecian el aljibe, cubierto de bóveda de cañón, que surtía de agua a los moradores, un torreón a medio derruir y la ermita.
Esta era sencilla, de planta rectangular, con la cabecera en forma de polígono, y configurada mediante arcos fajones en cuatro tramos. Tenía un retablo neoclásico, de origen muy posterior. El recinto había albergado la cruz procesional más arcaica del reino, y por eso pasó a llamarse, desde 1143, la ermita de la Santa Cruz de Monjardín, en vez de la de San Esteban de Deyo, y solía estar al cargo de un eremita. El muro norte albergó el sepulcro de Sancho Garcés I, como parecía revelar la hornacina bajo un arco de medio punto. Si se desea conocer más de su historia u otros detalles, consultar la obra Monjardín, el castillo y la villa, de Carmelo San Martín Gil.