sarriguren - “Anda que no habré matado yo palomas en esa cornisa”, reflexiona en voz alta José Areta, de 93 años, mirando uno de los cuatro edificios de piedra que conforman lo que queda del Pueblo Viejo de Sarriguren. “Venían cientos y miles”, recuerda. “Un día, con la escopeta gorda, maté de dos tiros 33 en la torre de la iglesia. Estaba repleta”. Aquí había un jardín con cuatro pinos a los lados y uno grande en el medio. Allí dos viviendas, un granero aquí delante y allá abajo otro, esta casa tenía una vaquería... conversan su hija Blanki y las hermanas Gloria y Mari Cruz Mina. Y Javier Ozcoidi, marido de Blanki que se confiesa “un agregado” porque no es del pueblo (aunque lo conoce de sobra), se fija con gesto poco convencido en la iglesia restaurada. Echa en falta la original, esa en la que se casó y donde bautizaron a sus hijos. Y dice que siempre que pasea por la zona “se te van los ojos sin querer y te enmorriñas”.
A todos les puede la nostalgia. Viven en la Chantrea, San Jorge o Huarte y han regresado al que fue su hogar, convertido en un recinto vallado en mitad de un mar de viviendas, con un terreno pedregoso y material de obra desparramado por todas partes. No resulta acogedor. Más de medio siglo atrás sí lo fue y allí pasaron su infancia y primera juventud las hermanas Mina.
Recogieron el testigo los Areta, quienes (con los Apesteguia y los Gorri) dieron vida al lugar desde finales de los 50 hasta la defunción del pueblo, fechada oficialmente el día 1 de septiembre de 2002. “Lo que más tristeza me da es ver todas las ventanas y las puertas de las casas tapiadas. Si estarían abiertas parecerían otra cosa, pero hasta que no las arreglen...” cuenta con pena José.
A Gloria y Mari Cruz les cuesta sentir como propio el suelo que pisan y que abandonaron aún jóvenes. “No se parece en nada”, dicen. Sí recuerdan su primer contacto con Sarriguren. “Aquí no había nadie, solo Vicente y la Amalia. El pueblo era de Uranga. Y los que veníamos éramos sus trabajadores. Mi padre, por ejemplo, era pastor”, dice Gloria. Las dos llegaron al pueblo de niñas, montadas en yegua y sorteando antes la enorme balsa de agua que se formaba en a la altura del caserío de Kaiku, en Burlada.
Todos los días caminaban hasta la escuela de Badostáin. Por las mañanas regaban la huerta, y de madrugada recogían el azafrán “porque mi madre decía que si lo coges con calor te pinchas. ¿Te acuerdas, Gloria?” Cuando sus padres tenían recados en Pamplona ellas se encargaban del rebaño. “Se nos hacía la tarde eterna. Qué horror, qué aburrimiento. Y mi padre era tan feliz con eso...” dice Mari Cruz. En cambio sí le cogía el gusto cuando por abril parían las ovejas “y ayudaba a mi padre a traer los cordericos recién nacidos. Era una gozada”. Y a Gloria le viene a la mente su perro Chaval, que le echaba una mano juntando el ganado.
Las dos guardan buenos recuerdos de esos aproximados 15 años en Sarriguren, pero no les dolió marcharse. “Era mejorar. Aquí no teníamos nada que hacer”, dice Gloria. “Nos fuimos más contentas que Chupita. Estar en Sarriguren era ir a servir, y en Pamplona la vida era mejor, nos pudimos colocar y trabajar”, añade Mari Cruz.
el relevo La familia Mina se marchó un 11 de noviembre de 1956, día de San Martín, y casi al mismo tiempo llegó José Areta con su mujer. “Era igual de pequeño que ahora” se ríe. “Cuando vine había 9 familias. Luego nos quedamos tres. Yo, que era sobrino del administrador, el otro hijo del administrador y un primo del administrador”. José empezó trabajando con las vacas, y cuando se quedaron tres familias las quitaron porque “nos entorpecían mucho para el campo”. Por si acaso a cambio pusieron cerdos. “Tocino no faltaba”, afirma. Hasta los últimos años se mataban 8 todos los años. Dos para cada una de las tres familias y dos más, las cerdas más viejas que ya no parían, en auzolan para todo el pueblo. Aún con cerdos, José se centró en las 2.000 robadas de trigo, avena y cebada que cultivaban en una tierra que dicen que era estupenda. “Cogíamos buenas cosechas y llenábamos hasta el tejado de grano”, asegura José.
Aunque también tuvieron sus riñas de pueblo (como en todos los pueblos). “Las cosas malas ya se han pasado. Fíjate los años que hacía que no nos veíamos, y gracias a esto nos hemos juntado otra vez”, les dice Blanki a las hermanas Mina. “Me da mucha alegría porque mi madre quería un montón a la tuya. Y me gustaría que siguiéramos viéndonos”, responde Mari Cruz. “Yo mucho tiempo no”, añaden graciosos los 93 años de José. “Bueno, todo el que se pueda”, finaliza su hija.