Hola personas, hoy escribo esto con la alegría que me da el calorcito de la nueva estación. Tanto es así que, por seguir con lo nuevo, hoy he paseado por la parte más nueva de nuestra querida ciudad: Lezkairu, el soto de Lezkairu de toda la vida.

¡Hay que ver cómo cambia todo!

Es curioso que el cambio tan brusco de ciertas zonas de la ciudad, nos cambie, no solo la percepción visual de este o aquel lugar, sino que nos cambia, por narices, la manera de ubicarnos en él, de vivirlo, de acoplarlo a nuestro día a día, nos lleva a olvidar, sin dificultad, cómo era antes y a ampliar nuestro concepto de nudo propietarios de una ciudad cada vez mayor, cada vez más ciudad.

Ha habido crecimientos y recrecimientos más o menos afortunados, pero este, sin duda, pertenece al primer grupo. Desde aquí propongo que se le llame ya el 4º Ensanche. Si el 1º fueron Las Navas de Tolosa, José Alonso, Gral. Chinchilla, etc, el 2º fueron Carlos III, Paulino Caballero, Arrieta o San Fermín, por nombrar alguna y el 3º se considera la avenida de Bayona y sus monasterios; vayamos recordando nombres como Avda. de Cataluña, Adela Bazo, Las Blancas, Fidel Lázaro, Carlos Sanz o Manuel López porque en nada los oiremos a menudo y pertenecerán al nomenclátor del callejero pamplonés como cualquiera de las anteriores.

La calidad de las casas, la correcta urbanización, su orientación hacia el sur, y los cinco minutos a pie que lo separan del Parque de D. Serapio Esparza, es decir del comienzo del centro, en sentido amplio, de la ciudad, le hacen merecedor indiscutible del sobretítulo de 4º Ensanche.

Hoy he decidido hacer el ejercicio de solapar mentalmente lo que había en lo que hay.

He tomado la calle Bergamín hasta su, hasta hace poco, último tramo, frente a jesuitas, donde no hace tanto acababa la ciudad ordenada, el tiralíneas del II ensanche, en ese punto cruzabas la calle Aoiz y entrabas en otro mundo, las calles se cambiaban por un carretil que a su izquierda tenía una pequeña colonia de media docena de chalets, con su verja, su seto, su perro, sus higueras y todo eso que tenían los que tenían la suerte de vivir en una casa de campo en medio de la ciudad, pasados éstos, el camino hacía una Y, a la derecha iba hacia Tajonar, a la izquierda hacia Mutilva Baja, tomando por éste último encontrábamos algún chalet más y la Imprenta de Vicente Albéniz a la izquierda, y a la derecha había un inmenso solar y a continuación una residencia de las Ursulinas, y la clínica psiquiátrica Santa Elena, propiedad del Dr. D. Andrés Caso Sanz, por último había otro chalecito que albergó al final de sus días una ONG, y ahí acababa la ciudad hasta que en la década de los sesenta se construyó, en los campos de labor adyacentes a la parte antigua, el barrio de Santa María La Real con sus calles dedicadas a los montes de navarra: Mendaur, Alaitz, Ori, Ibañeta?

Las casas viejas y el inmenso solar siguieron en su sitio hasta bien entrados los ochenta en que comenzó la nueva urbanización con la construcción de la prolongación de Bergamín y la subida de nivel de la Calle Monjardín, la verdad es que se dio una buena solución a ese área urbana que llegó a ser zona un pelín deprimida.

Acabadas las casas de la calle Mutilva, dejando a la izquierda la salida trasera del Tenis, ya te metías en el campo, sinónimo de aventuras, llegar a Mutilva era excursión de sábado a la mañana, robar manzanas y correr era diversión garantizada.

Bajando la carretera que hoy son calles y edificios, llegabas a un cruce, si seguías recto llegabas a Mutilva Baja, a la izquierda ibas hacia Mutilva Alta y a la derecha salías hacía el Sadar; si tomábamos esta última, hacíamos visita obligada a las jaulas donde el Sr. Irujo tenía sus bonitos bracos navarros o perdigueros de Burgos, cazadores de raza, preparados para subir al Club de Tenis a currelar en las tiradas de pichón. Siempre me han gustado los perros.

Por esos campos solíamos ir cuatro amigos, de amanecida, a cazar cardelinas, jilgueros para los no navarros, íbamos cargados de un arbolito de acebo, una jaula con unos jilgueros que hacían de cimbel, unas pequeñas jaulas de madera vacías para las capturas y pegamento de liga. Colocábamos nuestras trampas embadurnando de pegamento las ramas del acebo y colocando debajo la jaula para que los cimbeles llamasen la atención de sus congéneres, que pasaban sobre nosotros en bandadas, y cayesen en nuestras celadas. Nada, nunca, jamás, ni uno. Para no volver a casa con las jaulas vacías y soportar el correspondiente cachondeo general teníamos una solución de urgencia. Sabíamos que un jubilado, más habilidoso que nosotros en el arte de la caza con cimbel y que vivía en la zona del Oberena en un bajo, por la ventana te vendía las cardelinas que quisieses a 3 duros el ejemplar. Tiempos en que la policía se metía en sus cosas y dejaba a los ciudadanos honrados trapichear con lo que fuese, mientras no te metieses con el régimen ibas bien. O temporas.

En el sentido inverso del Soto, es decir, si hubiésemos tomado el camino del cruce hacía la izquierda hubiésemos llegado a la zona de las monjas blancas, las antiguas casa del soto y la fuente de la Teja, memorable lugar de meriendas en verano con las abuelas y los primos jugando a todo lo prohibido.

Subiendo hacía el centro por ese lado, por lo que hoy es la Avda. de Juan Pablo I, estaba el derruido chalet de Turrillas lugar sin par para hacer guerrillas y pasar aventuras sin cuento. ¡¡Qué bien se pasaba la vida a los 12 años!!

Todo lo anteriormente descrito está ahora irreconocible, pero vuelvo a lo que decía al principio: habrá que hacerse a lo nuevo y amar la ciudad con sus cambios como nos aceptamos con los nuestros. La nostalgia y la comparación no sirven más que para deprimirse.

Bueno amigos, el próximo domingo más. Mis disculpas a quien no esté muy puesto en pamplonología porque hoy ha salido la cosita un poco localista.

Besos pa’ tos.