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De puentes, juegos y catalpas

De puentes, juegos y catalpas

Hola personas, ¿cómo va este veranito modelo montaña rusa de las temperaturas? Hace nada nos achicharró y después casi nos congela. Viva Pamplona, ella es así.

Esta semana mi paseo no ha partido de la zona habitual; resulta que el miércoles a la tarde necesité mover el coche para hacer una gestión y ya que estaba por extramuros, alargué el “viaje” y me acerqué al puente de Miluce donde dejé el vehículo a motor y me dispuse a visitar a mi amigo Arga.

El puente de Miluce es el más pequeño y el más alejado del centro de los 4 puentes medievales que salvan el río a su paso por nuestra vega. Es obra del XII con una importante reconstrucción en el XIX para reparar los desastres que en él provocó la francesada, está realizado con fuertes sillares, tiene tres ojos y dos pilares y tajamares a favor y en contra de la corriente.

Es famoso un suceso que lo tuvo como escenario a mediados del S. XIV cuando unos nobles levantiscos vinieron a Pamplona a decirle a su Rey, Carlos II el Malo, que no estaban dispuestos a financiar con sus pechas su penosa política y sus francachelas con los franchutes de su corte. El de Evreux los recibió en Miluce y ya no pasaron de ahí: todos ellos fueron colgados del puente llenando de muerte el reflejo del agua. Dice la tradición que a las lenguas largas, “mihi luce” en euskera, de los ajusticiados debe el puente su nombre, si bien documentos muy anteriores ya lo nombran con ese topónimo lo cual tira por tierra la legendaria etimología.

He cruzado el puente parando en su punto más alto y asomado sobre el tajamar he visto, gracias al palmo y medio de caudal que había, las grandes losas que cubren el lecho del río y que contienen unas marcas y unas huellas dignas de estudios paranormales, en una de ellas las huellas circulares de buen tamaño hacen pensar que el mismo Aníbal con su ejército de elefantes hubiese vadeado el Arga, en otra la marcas recuerdan a enormes y sinuosas serpientes dignas del Averno. Fijaos un día, la naturaleza es juguetona.

Sobre el poyete una cuadrilla de quinceañeros y quinceañeras pasaban su tarde veraniega pelando la pava entre cosas y risas. He bajado y, pasando por debajo de años de historia, he tomado el paseo fluvial. Recomendable. Paseantes y ciclistas disfrutábamos de la exuberancia de chopos, plátanos, que no plataneros según aprendí el otro día, tilos, arces, castaños y un sinfín de especies para mí desconocidas pero a las que agradezco infinito que estén ahí para nosotros, dando servicio gratis, sin pedir nada a cambio.

A mi derecha han aparecido unas escaleras que bajaban a una especie de mini embarcadero, he aceptado su invitación y he bajado a ras de la corriente. Estaba haciendo unas fotos de los juncos verdes, sobre el río verde, ante los plátanos verdes, cuando de entre lo verde ha aparecido un señor, hablaba a alguien pero yo no conseguía ver a quién lo hacía, cuando ha salido de los juncos he visto que su interlocutor era una perrita ratonera que le seguía atenta para jugar con él y con el agua. Su dueño le tiraba un palo a la orilla contraria y ella sin dudar se lanzaba al río, nadaba hasta su meta, la atrapaba entre sus dientes y la devolvía a su dueño para volver a empezar el juego. Una y mil veces que se lo lanzase, una y mil veces que la perrita se zambullía para recuperar el juguete. Se le veía lista como el hambre; ¿cómo se llama?, he preguntado de orilla a orilla, Maya, me ha contestado su compañero de juegos, ¡hombre! como el alcalde, he dicho yo, su respuesta , que omitiré, me ha dejado claro que no era partidario de nuestro primer edil. La política es lo que tiene.

El río bajaba estival, su caudal era poco más que una meadica de hombre adulto, en algunos tramos entre orilla y orilla no había más de dos o tres metros y su profundidad era de un palmo, es decir que se podía cruzar con un remangue de pantalones. Frente a mí, bajo esos plátanos que tienen sus raíces al aire asemejando manos de gigantes que sobre sus dedos se apoyan en la tierra, he visto que el bajo nivel del agua ha permitido la aparición de dos playas de fino canto rodado en las que unos arrapiezos mantenían un desafío a chipichapas.

He vuelto al paseo y a pocos metros me he encontrado con una pasarela de esas de acero “cortén” tan de moda hoy en día, y tan en boca de todos por diferentes motivos, ésta une San Jorge con el cementerio, es muy larga, con forma de S, no da problemas y tampoco gana concursos porque tiene unos pilares, ¡qué vulgaridad!, que la sustentan y la hacen firme. Tomando nota.

A unos metros otra construcción se presenta sobre mí, es una de las mayores obras de infraestructura que se realizaron en la Pamplona expansionista de los 70: el gran puente que une San Juan con San Jorge inaugurado en 1976. Lo he pasado por debajo y a mi izquierda se ha abierto la gran pista deportiva que se convierte en la Venecia foral cuando el Arga se desmadra, estaba animada, con niños patinando, jugando al fútbol o montando en bicicleta; en los bancos más cercanos al camino los jubilados daban paso a una cuadrilla de chicos de origen netamente caribeño que, con unos cortes de pelo tipificados en el código penal y rodeados de botellas de ron, cantaban todos a una las letras de un rap que, estridente, sonaba en sus teléfonos. Un poco más adelante he visto que aun sigue en pie la coqueta casita que pertenecía a la finca de una conocida familia y a la que cariñosamente llamaban El Cortijillo; no sé yo si está bien cuidada, la vi desaliñada, la casa y su entorno, la vi mal, la casa, los ornamentos de piedra de su jardín y las bonitas especies arbóreas, como las catalpas, que tiene, creo que merecen un poco más de atención por parte del “Encargado de cosas pequeñas” que, por pequeñas que sean, no dejan de ser importantes.

He seguido mi paseo hasta llegar a la presa del molino de La Biurdana. El ingenio data del S. XIV y ha estado en funcionamiento con uno u otro fin hasta hace pocas décadas, su presa de más de 40 metros probablemente sea la mayor de Pamplona, en su borde superior pasaba la tarde toda la familia Cuacuarena a la que unos niños lanzaban pan desde la orilla. El olor a fango y a chipa me ha llenado el espíritu de tarde de verano, solo me ha faltado el bocadillo de chorizo.

He desandado lo andado hasta la pasarela que paralela al gran puente lleva hasta el camino del cementerio, he cambiado de orilla y de dirección para volver a mi punto de partida, he vuelto a pasar el puente de San Jorge por debajo en un tramo en el que alguien de 1,90 ha de agacharse para no dejar la txapela pegada al hormigón. He llegado a Berichitos y de los cipreses surgía la voz de la megafonía que pedía que saliesen los vivos que iban a cerrar el descansadero. Rebasado el camposanto he vuelto a bajar a la orilla del río para ir por ese bosque animado que guarda el correr del agua. Cuando estaba llegando de nuevo al puente un inconfundible ruido de rotores anunciaba lo que iba a aparecer y ha aparecido: de entre los chopos ha surgido un enorme helicóptero amarillo que recortado sobre el azul del cielo y con la cálida luz de atardecida me ha ofrecido un acrílico sobre lienzo vivo, digno de la más colorista de las escuelas.

He llegado al coche y he vuelto a llevar mis huesos a la urbe.

Que tengáis una buena semana agostera.

Besos pa’ tos.

Facebook : Patricio Martínez de Udobro

patriciomdu@gmail.com