ola personas, ¿qué tal todo? Semana nuevamente achicharrante esta que acabamos de pasar. Agosto, cuando lo creíamos domado y entregado, ha sacado uñas y dientes para darnos un nuevo zarpazo de treintaymuchos grados.

El jueves yo aun no sabía a donde dirigir mis pasos para tener algo mollar que traer a estas páginas sin morir en el intento, una de las opciones que barajé fue bajar a la Magdalena a bañarme con la chavalería que disfruta del Arga en la playa fluvial de Caparroso como disfruta un gorrinillo en un charco, pero cuando iba a salir de casa con semejante destino era tal la carga de fuego que caía sobre Pamplona que desistí, preferí seguir en mi cueva con las persianas hasta abajo, el ventilador dándolo todo y apostar por un paseo nocturno, de esos que eran lo habitual en mis ERP y que tanto tiempo hacía que no disfrutaba. Así lo hice y acerté. Al atardecer se levantó un cierzo reparador que bajó los mercurios de forma considerable y la noche quedó con una temperatura inmejorable. Eran las 23,30 cuando saqué de su cuadra a mi joven y veloz corcel, vulgo bicicleta, y me dispuse a disfrutar de la ciudad. Las primeras pedaladas me llevaron a ver cómo van las obras que se llevan a cabo en salesianos y vi que las torres suben como la espuma, valga el tópico, y que se diría que son magos y no albañiles quienes hacen que cemento y ladrillo hayan alcanzado ya cotas considerables. Las grúas tienen una altura como yo nunca había visto, sé que sonará exagerado, pero una de ellas en la cima tenía niebla. He abandonado la zona 0 y rodeando la plaza de toros me he dirigido al city center. La entrada a Estafeta estaba relativamente tranquila, he tomado travesía de Espoz y Mina y se mantenía la silenciosa calma, pero al doblar la esquina del Txoko el cambio ha sido radical, un griterío precedía a lo que enseguida he visto: las terrazas estaban a reventar de parroquianos, no cabía un alfiler, las mesas bullían de gente con aspecto totalmente veraniego, camisetas, minifaldas, pantalones cortos y tirantes eran atuendo generalizado; voces y risas firmaban la banda sonora. Entre el Txoko y La Perla no había una mesa libre.

He tomado Chapitela a tumba abierta disfrutando de la fresca brisa que chocaba contra mí y he llegado a Mercaderes-Ayuntamiento, también ahí había gente, pero nada comparable con lo que he dejado arriba. Por San Saturnino he tomado Campana, esta pequeña y castiza calle, envidiosa de las demás, tenía dos puntos de jolgorio en donde unas cuadrillas se apretaban unos hidratantes entre gritos y voces de dudoso beneficio para el descanso de los vecinos. He atravesado la plaza de San Francisco y he tomado la calle homónima en la que sí reinaba una calma total, a mi derecha el patio de las teresianas, oscuro y misterioso, a mi izquierda el antiguo convento de las salesas, tantos años clausura de vidas e ilusiones. He salido a Mayor que he atravesado para, por la esquina de La Cepa, tomar San Lorenzo, castiza calle que cada año, cuando las cosas eran normales, por estas fechas celebraba sus fiestas con alcalde propio y procesión. Por ésta he llegado a Jarauta. Al comienzo de la calle del histórico alcalde un pequeño grupo de gente hacía tertulia a la puerta de un bar, dos de ellos con la mano izquierda en postura mendicante se acercaban el mechero encendido hacia la palma de la misma y se debían de quemar porque luego con la mano derecha hacían unos movimientos como de rascarse. No sé yo que práctica será esa. Todos se reían mucho. He seguido la calle de las peñas y he doblado por Eslava para salir al paseo de ronda y asomarme a la Rotxa nocturna y tomar unas fotos de ese enorme juego de bombillas que la asemeja a un belén gigante. Al llegar a Descalzos he visto en la fuente a tres chicas que embutidas en unos diminutos pantalones que justamente cumplían con su labor, bailaban contoneándose y refrotándose las retaguardias la una contra la otra al ritmo de la alta música que manaba de su móvil, acompañando su danza de escandalosas risotadas que los vecinos a buen seguro agradecían. ¡Qué paciencia hace falta para vivir en lo viejo! He llegado al balcón de la muralla y tras llevarme la Rotxa en mi dispositivo inteligente, he vuelto a salir a Descalzos, en esta ocasión las tres "señoritas" estaban más calmadas y me ha llamado la atención que una de ellas tenía la mano en idéntica postura que los chicos de Jarauta y también se daba fuego en la palma. Ahí se han quedado y yo he seguido mi camino para volver a Mayor por Eslava, llegar por ésta a la Plaza de San Francisco y tomar Zapatería por la plazuela del Consejo en la que he saludado a Neptuno Niño que, tridente en mano, corona su fuente. Por la calle más señorial de la Población de San Nicolás, en la que encontramos seguidos tres de los pocos palacios que quedan en nuestras ruas, el del conde de Guendulain, el de Navarro Tafalla en el número 50 y el de Mutiloa en el 40, he llegado al pozo de la Salinería en el que una pareja que no sumaba 30 años se contaba secretos a la boca. Un poco más adelante he alcanzado Calceteros, Mercaderes y me he adentrado en la Navarrería. De dos pedaladas, atravesando mi querida plazuela de San José, he llegado al Caballo Blanco, mi bici y yo hemos salido al balcón de la derecha de los dos que se asoman desde lo alto del baluarte del Redín a las murallas, al portal de Francia, Aranzadi, San Pedro y la Rotxa. El lugar no estaba vacío, una chica, también acompañada de su velocípedo, se asomaba al espacio abierto. Yo nada más llegar he sacado mi móvil para capturar el espectáculo de oscuridad, nubes y luces que desde allí se me ofrecía. En ello estaba cuando he visto que la chica no miraba hacia abajo, sino que su mirada se perdía todo el rato en las negras alturas, su actitud me ha extrañado, pero enseguida he adivinado el motivo: las perseidas, la lluvia de estrellas anunciada como cada año para estas fechas. Me he dirigido a ella y le he preguntado si estaba allí para ver las lágrimas de San Lorenzo, esa es la idea, me ha dicho, pero no veo ni una y llevo ya una hora. Le he preguntado si alguna vez las había visto y me ha dicho que sí que de niña una noche tuvo suerte. Se llamaba Ainara, era más alta que yo, delgada, guapa, de piel morena y sonrisa de luz. Quedé en saludarle desde aquí y así lo hago. Volví sobre mi rodada, bajé Curia a mil por hora y por Estafeta alcancé el ensanche que me trajo a casa.

Eran la 1:15 del día siguiente.

Besos pa' tos.