Hola personas, tras este parón de dos semanas, de nuevo aquí con todos vosotros para que no me olvidéis y vayáis a ir por ahí a leer quién sabe qué cosas. En primer lugar desearos de todo corazón un felicísimo año 2023, que venga lleno de cosas buenas, de momentos mágicos, que os rodeéis de gente estupenda, que el tío chungo más cercano esté a miles de kilómetros, que al médico solo lo veáis en las películas, que el currelo os haga felices, que el jefe os parezca uno más de la cuadrilla, que el amor os desborde tanto y tanto que os tengáis que hacer donantes de cariño, que la familia esté en los momentos adecuados apoyando, ayudando, colaborando, siendo eso, familia, que Osasuna cuente los partidos por victorias, que vengan unos sanfermines inolvidables, que no os falten 60 pavos en el bolsillo para darles la vuelta con los amigos, que los hijos ganen todos los premios a los que aspiren, que a vuestras manos lleguen reyes y caballos a pares y duples sin parar y que lo menos que sumen sea 31, que el covid se conjugue siempre en pasado y que, en definitiva, la vida os sonría y sea eso, vida, y no puta vida.

Bien, dicho lo dicho, el siguiente punto es preguntar por cómo os han ido las navidades, esa época del año en la que el comer y el beber no tienen fin, en la que parece que todos somos más cercanos y dejamos aparcadas rencillas, menudencias y tonterías para pasar un par de semanas felices. Tras muchos días –el último ERP fue el del día 18 de diciembre– sin sentarme al ordenador a contaros un paseo, una excursión, una visita a alguna institución o alguna de esas cosas que suelo contar, retomaré el asunto hablando del fin de año en general, sin ceñirme a un día concreto. En la semana prenavideña el ajetreo de los preparativos se palpaba en la ciudad. Se veía a la gente ilusionada, feliz ante unas navidades libres de mascarillas y de restricciones sanitarias tras dos años en los que hemos tenido que estar con cuidado y miedo debido a que en nuestras fiestas y reuniones podía colarse un ser diminuto, indeseable y nunca invitado, al que no le hacía falta llave para entrar en nuestra casa y amargarnos la existencia. No se puede decir que lo hayamos vencido del todo, pero parece que las aguas han vuelto a su cauce y que su incidencia es mínima.

Durante esos días previos la tónica general es de compras y gasto, hay que llenar la nevera y la bodega, hay que preparar regalos, la decoración navideña, montar el belén, el pino, las luces del balcón y poner al Olentzero trepando por la fachada. Que no falte de nada, oye.

La semana, día a día, cayó. Entre medio hubo un día de esperanza e ilusión con el sorteo de la lotería que, como es habitual, no nos tocó, al menos a mí.

Por fin llegó la Navidad, y con ella cena, comida, villancicos, Olentzero, turrón, familia, amigos, gente “el Almendro” que vuelve a casa por navidad, besos, abrazos, buenos deseos: ¡feliz navidad!, gracias, igualmente, risas, charlas, contar y escuchar, y un montón de actividades propias de la relación humana y que estos días se prodigan por cada rincón, en cada momento y casi con cualquiera. Son días también con momentos bajos en los que se echa de menos a los ausentes, a los que nos separa un puñado de kilómetros y a los que nos los ha quitado de nuestro lado el destino en un viaje que no tiene billete de regreso. A todos ellos se les lleva en el corazón y aunque no estén físicamente, lo están en nuestra memoria y, sin ser lo mismo, algo es algo.

Y llegó la segunda semana, que, como si quisiese dar una tregua, empieza con lunes festivo para pasar la resaca con calma y digerir lo que se ha ingerido. El resto de ella es semana que pasa rápida, la chiquillería en la preparación de sus disfraces para pasar una nochevieja de locura, los y las encargados de las casas repasando y reponiendo lo que la nochebuena gastó para que no falte de nada, el cava que esté frío, las uvas preparadas, la cena lista para entrar en ebullición, los invitados con horarios e instrucciones aprendidos, confetis, bengalas y matasuegras en sus puestos para teñir la casa de fiesta y color.

Y la noche llegó y todo salió rodado y cenamos y nos reímos, todos guapos, todos risueños, todos amables y aportando nuestro granito de arena para que la fiesta fuese un éxito. Y las manecillas del reloj van avanzando y ya no queda nada. Se pone la tele, unos verán a esa nueva diva del despelote que cada año tiene al país expectante por ver cuanta carne enseña, como si se tratase de aquella Nadiuska de los años del destape, otros las verán en la tradicional cadena pública de la mano de unos trasnochados Morancos y una señora mayor y otros elegirán otras ofertas que por ahí pululan, pero todos a las 00:00 acompañando el tan, tan, tan de algún carillón tomaremos esas uvas que por estos lares son tradición y que se encargarán de traernos la buena suerte. Con el último binomio uva-campanada todos nos fundimos en uno y mil abrazos y le besamos a la suegra y abrazamos al cuñado y empieza el bailongo desbocado con una mezcla de reguetón, Rafaela Carrá y Nino Bravo para dejar contentas a todas las generaciones. Y miramos con envidia a ese sobrino que en media hora va a estar en la calle y que en la calle verá amanecer. Nos trae a la memoria nocheviejas pasadas en las que lo dábamos todo. Los tiempos han cambiado, a una hora prudente di por finalizada la farra. Y entramos en la última semana del ciclo, esa que tiene el colofón de los Reyes Magos. Las calles son un hervidero y las compras son las reinas, si bien, en ese terreno, las costumbres han cambiado, y mucho. Recuerdo aquellas navidades en las que los reyes compraban los regalos en las firmas de siempre, el que quería un disco iba a Chaston o a Fonos, el que buscaba un libro entraba al Parnasillo o al Bibliófilo, si eran unos zapatos, Ayestarán o Erviti se encargaban de atenderte, si, rumboso, querías llevar a casa un nuevo equipo Hi-fi, Orbaiceta era el lugar y si buscabas un paraguas protector en Archanco lo encontrabas. Ahora no, ahora las compras las puedes hacer en zapatillas sin mover el culo del sofá o bien aparcando en el parquin de un centro comercial y, sin salir de él, cubrir todas las necesidades. Son los tiempos, las cosas cambian, pero a mí me gustaba más lo de antes. En la medida que puedo lo sigo practicando. Y el día esperado llegó, los niños llenaron el puente de la Magdalena para ver entrar a sus majestades que, tras atravesar el portal de Francia, fueron nuestros huéspedes durante unas horas para repartir magia e ilusión. Y hasta aquí dio la cosa de sí, solo nos resta comer el rosco y esperar que no nos toque el haba para no tener que pagarlo. Besos pa tos.