Hola personas, ¿qué tal se ha rematado el verano?, ¿balance positivo?, supongo.
Bien, yo, como ya os dije la semana pasada, he pasado unos días al borde del mar en tierras catalanas y ese va a ser el “paseíto” que vamos a ver hoy.
El domingo día 8, qué lejos está ya, a media mañana, la Pastorcilla y yo tomamos las de Villadiego y dirigimos el morro de la nave hacia el Este, hacia donde el sol se despereza. Eran las seis de la tarde cuando llegamos al que iba a ser nuestro cuartel general durante seis días. Las primeras impresiones fueron magníficas, una vez abandonada la prosaica autopista, nos adentramos por unas pequeñas carreteras interiores flanqueadas de masías, pinares y alcornocales, que nos llevaron hasta el pueblo de Pals que era nuestro destino. Esos pocos kilómetros fueron un buen anuncio de lo que íbamos a tener el resto de los días, es decir, una bonita naturaleza y unos bonitos pueblos que visitar y disfrutar.
Yo ya había estado en esa parte del país, pero hace muchos años, cuando era casi un imberbe doncel y el estado decidió vestirme de kaki e invitarme a pasar un año con casi todos los gastos pagados. De mi estancia allí apenas tengo recuerdos, no me llevaron a hacer turismo.
Tras tomar posiciones, deshacer las maletas y pasar por un supermercado para llenar la nevera, decidimos ir a ver la playa que nos había tocado en suerte y, a pesar de verla de noche, lo que vimos nos gustó. A la mañana siguiente, en cuanto estuvimos listos, volvimos a ella y en ella nos plantamos a disfrutar del sol, del mar, y de las bonitas vistas que se nos ofrecían unos metros mar adentro, ya que estábamos frente a las Islas Medas, tres peñascos que se recortan en el cielo y que ayudan a componer la postal. Visto lo visto, la playa, que de noche consiguió un aprobado, de día pasó a notable, arena fina, mar tranquila, agua limpia, sol de septiembre y un buen chiringuito le dieron la buena nota.
Una vez cumplimentado este primer trámite y tras una buena comida y una reparadora siesta, montamos en nuestra diligencia y nos acercamos al pueblo medieval de Pals. No sabría definirlo, es una maravilla de núcleo urbano medieval, al cual el único pero que se le puede poner es que está demasiado bonito, demasiado restaurado, quizá, pero este detalle se le puede perdonar. Aparcamos en el lugar indicado, entramos por la calle del Abeurador, y empezamos a recorrer sus calles sin saber cuál elegir, si un rincón era atractivo el siguiente lo era más, las casas de piedra, con sabor renacentista, muchas de ellas con arcos conopiales en sus ventanas, se comunican unas con otras a través de pasadizos que crean airosos espacios que dan paso a calles sinuosas preñadas de verde, con hiedras que trepan por sus fachadas y cuidados tiestos que adornan sus balcones. Por calles y plazas salpicadas de terrazas y tiendas llegamos a la parte alta del pueblo y allí encontramos lo que se suele encontrar en la cresta de los pueblos medievales: la iglesia y el castillo, o lo que queda de él. Parece ser, según nos contó un tendero, que hace pocas décadas este delicioso lugar estaba semi abandonado y en estado ruinoso y fue la labor de un tal Pi i Figueras, que se empeñó en su recuperación, la que lo salvó del desastre total. Mi agradecimiento a tal señor que supo arrancar de las garras de la desidia humana tan bello lugar.
Anochecido regresamos a nuestro cubil para reponer fuerzas. Al día siguiente, tras otra mañana playera, nos acercamos a la vecina ciudad de Palafrugel en la que, por suerte para nosotros, amantes de la fotografía, hasta el día 13 de octubre tiene lugar la XIII Bienal de fotografía Xavier Miserachs, consistente en once exposiciones de otros tantos maestros del arte de Daguerre. Vimos y admiramos varias de ellas, pero no todas, dejamos la mitad para el día siguiente y nos acercamos al vecino y turístico pueblo de Calella. Reservamos plaza en un restaurante de la playa y nos dedicamos a recorrer con calma y disfrute lo que allí se nos ofrecía. Sentados en una terraza ante unas cañas nos hicimos colegas de cuatro chicas, Lucía y sus amigas, que, según nos dijeron llevaban toda la vida pasando allí, felizmente, los veranos y que nos pusieron al día de casos y cosas, sitios y gentes y nos hablaron de las islas Formigues, las más pequeñas del mediterráneo, como su nombre indica.
Llegada la hora de nuestra reserva nos acercamos a dar cuenta de un delicioso arroz socarrat.
Al día siguiente volvimos a Pala, así lo apocopan los lugareños, ya era miércoles, día 11, ¿os suena? Efectivamente, la Diada, así que vimos las exposiciones, motivo de nuestra presencia allí, y luego nos integramos en el ambiente festivo de celebración. En una plaza, frente al ayuntamiento, la Cobla La Cervianenca soltaba sus notas al aire para que varias decenas de festejantes, agarrados de la mano y alzándolas al cielo, bailasen emotivas sardanas al son del flabiol y el tamboril, los tiples y las tenoras, las trompetas y los fiscornos. Fue bonito, el municipio nos invitó a queso, embutido y vermú. Tras esto fuimos a conocer un poco más la ciudad ampurdanesa que cuenta con un casco antiguo muy meritorio. La tarde la matamos en la playa de Llafranch, a donde llegamos desde Calella bordeando la costa por un delicioso paseo. Pinos, rocas, agua clara, barquichuelas, embarcaderos, sol de atardecer, casas de ensueño que cuentan vidas de pasados gloriosos y un largo etcétera nos hicieron decidir que volveremos, es una tierra envidiable.
El jueves amaneció con lluvia y nos acercamos a conocer Torroella de Montgrí, bonito pueblo que nos sorprendió con un museo de la fotografía instalado en el gótico-renacentista palacio de Solterra, en el que continente y contenido nos dejaron boquiabiertos. Muy aconsejable su visita.
El viernes, nuestro último día, lo dedicamos a visitar el pueblo de Peratallada, un pueblo literalmente tallado en una roca, conservado de forma admirable con sus casas de piedra, sus patios, sus calzadas pétreas en las que el paso de los carros ha creado surcos, sus murallas con sus puertas, sus típicas “voltes”, unos porches en los que el pueblo pasa la vida cuando el clima impide hacerlo a cielo abierto, y todos los componentes medievales que podáis imaginar.
Todo lo que aquí os cuento lo podéis ver y leer en la fabulosa Guía de la Costa Brava que escribió el ampurdanés más célebre de todos los tiempos que fue Josep Pla y que editó Destino en 1941, la podéis encontrar en libreros de viejo. Vale la pena.
Y hasta aquí nuestro disfrute, el sábado los caminos nos retornaron a casa con la cabeza y el corazón llenos de conocimiento.
Es de lo que se trata.
Besos pa tos.
Facebook : Patricio Martínez de Udobro
patriciomdu@gmail.com