Hola personas, ¿qué tal se han celebrado las fiestas domésticas? Yo he estado ausente, hice un parón terapéutico y me fui con la Pastorcilla a lejanas tierras. Nos fuimos a la vieja Barcino, al borde del mar.

Salimos el día del patrón a buena hora, las 9,30, ni tarde ni temprano, y elegimos el camino de Santiago jaqués para llegar a nuestro destino vía Huesca. Este recorrido nos gusta mucho más que la tristeza de ir de Pamplona a Lérida por la autopista más fea del mundo. Bordeamos el pantano de Yesa, aquel que, pomposamente, se llamó El Mar de los Pirineos, el mar estaba más seco que la mojama. Pasado Puente La Reina, tras cruzar el espumoso y cantarín río Aragón, hicimos a nuestra derecha para subir el puerto de Santa Bárbara, coronado por la ermita que le da nombre. Bajamos el puerto para empezar a dar curvas y más curvas hasta llegar al pantano de la Peña que se atraviesa por un oxidado puente metálico en el que no caben dos coches, y si uno ha entrado de frente hay que esperar a que pase. El colmo del desarrollo. Tras el pantano unas cuantas curvas más nos llevarán a la vera del río Gállego que, a veces, tiene las aguas azul turquesa. El río nos guía a esos dos tótems gigantes que son los Mallos de Riglos. Ya, enseguida, llega Ayerbe y se acaba lo divertido.

Hacia las 14 h. llegamos a Barcelona. Atasco, tapón, atasco, fue el himno de bienvenida. Una hora para avanzar unos 6 Km. Por fin llegamos, tomamos posesión del castillo, del que luego hablaré, y nos echamos a la calle con intención de llenar la andorga. Nuestro nidito de amor estaba en la Calle Córcega casi esquina con la de Roger de Flor –aquel despiadado mercenario, jefe de los almogávares– y fue en esta calle donde empezamos a buscar. Nada más doblar la esquina en el número 237, vimos un local modesto, de barrio, su rótulo lo nombraba como Can Josep, hicimos una pequeña inspección ocular y entramos. El local no era muy grande, tenía una pequeña barra a la entrada, pero fundamentalmente era una casa de comidas, poco más de media docena de mesas eran su oferta, la cocina al fondo dejaba salir fogonazos como boca de dragón. La decoración la formaban unas cuantas botellas colocadas en una pared, un sinfín de fotos de famosos, desde Chavela Vargas a Lauren Bacall, y cuadros de poco fuste, pero de mucho sabor. En lo más alto, una bandera republicana. Lo tenía todo.

Se nos acercó un propio y, muy amable, nos indicó una mesa donde tomar asiento. Eché una mirada a mi entorno y pensé, o nos hemos metido en una taska infame y vamos a comer fatal, o esto es un bar de barrio de toda la vida y nos van a dar gloria bendita. Y así fue. El dueño, el Manel, un chaval de 31 tacos, vino a charlar con nosotros y cuando nos íbamos nos dijo: adeu, nos veremos en Pamplona. Cuando el resto de la parroquia oyó que éramos pamplonicas, se volvieron y, animados por unos chupitos de un destilado que el mesonero, generosa y amablemente, daba a sus comensales, comenzaron a cantar… A Pamplona hemos de ir con una media con una media… Y cantamos nosotros también. Y cantamos todos. Y nos fuimos entre cantos y risas. Buen comienzo.

Tras la pitanza volvimos a nuestra casa. Casa con 100 años de vida, portal medio, comparándolo con los portalones que el Eixample barcelonés se gasta, pero regio, con pilares rematados de capitel jónico, suelos, zócalo y escaleras de mármol gris, molduras y artesonados en el techo y al fondo el ascensor. Qué miedo de ascensor. Un viejo y ruidoso habitáculo de madera pintada, descascarillada y repintada de nuevo, de 70 cms de ancho por 1,50 m de largo, con tres ruidosas puertas para entrar y tres para salir, con las manillas colocadas unas del derecho y otras del revés, atornilladas por algo que más parecía el muestrario de un fabricante de tirafondos que un trabajo bien hecho por un carpintero. Cada vez que subía o bajaba en él me parecía que me iba a encontrar con Terele Pávez en La Comunidad o con Pepe Isbert en Los dinamiteros. El rellano al que accedías también tenía su aquel, cuatro puertas con cuatro grandes mirillas Art-nouveau que daban ojos al recinto y te hacían sentir vigilado.

Y según nos dijo un vecino está todo protegido. Ascensor, escaleras y puertas. Barcelona tiene un gran espíritu conservacionista, cantidad de bares y tiendas se han decorado integrando elementos antiguos que allí había, y eso me gusta.

Una mañana bajé a por pan a una de esas panaderías que son boutiques del trigo, y me dijo el panadero que en un minuto salían del horno. Esperé en la calle sentado en un banco; llegó un sin techo con su lata de cerveza en mano y me pidió permiso para sentarse a mi lado, por supuesto, le dije, y me empezó a hablar y hablamos, me dijo que tenía que ir a la policía a hacerse el DNI pero que le daba miedo por si le colocaban algún marrón del que él, seguro, no tenía culpa. Seguro. Hablamos más y le dije que era de aquí y me empezó a preguntar por palabras en euskera, que quería decir “saspiarbat”, me preguntó, le aclaré que se dice Zazpiak bat, y que quiere decir 7 en 1 y que es una manera de llamar a Euskal herria, ah, me dijo, a mí me habían dicho que quería decir: adelante compañeros. Nos reímos un rato y nos despedimos con un apretón de manos. Buena gente y buen pan.

Nos echamos a la calle para ir a visitar el mercado de Els Encants, llegamos a su ubicación en la plaza de las Glorias y estaba cerrado, yo creía que solo abrían el domingo y resulta que era al revés. Con nuestro plan mañanero por los suelos, hubo que improvisar un plan B. Tomamos una calle tranquila que vimos que conducía al mar. Empezamos a andar y la calle nos gustaba cada vez más, edificios modernos se alternaban con restos fabriles de otros tiempos, antiguos patios de antiguas fábricas estaban cuidados con cuidado, sin cambiar mucho su aspecto original. Algunos, blancos, te transportaban a patios andaluces. Otro tenía unas comodísimas hamacas para descansar el paseo. Entramos y salimos de varios de ellos y todos eran bonitos. Esta es la otra Barcelona, pensamos. No había nadie, las casas, el sol y nosotros. Lejos de horribles marabuntas, de villancicos y de ruidosas ofertas comerciales y hosteleras. Estábamos en nuestro disfrute cuando, de pronto, vemos en una fachada: Calle Pamplona 114. ¡Toma ya! Algo tenía esa calle, era nuestra calle. Ya sé que esto suena a un poco aldeano, pero sabe rico.

Llegamos al mar, y vimos el oropel que acompaña a los tiempos, y unos veleros insultantes, y unos yates apabullantes, y torres, y restaurantes, y playas, y… poca gente, lo cual me encariñó con el lugar y lo paseamos disfrutándolo.

Otra tarde recorrimos el distrito de Las Corts; es como si hubiesen sacado unas calles de Tafalla y las hubiesen colocado junto a la Diagonal. Callejuelas, plazas, un centro cívico en una vieja mansión y sabor de vecindario.

Hemos visto otra Barcelona. La famosa también, pero esa ya la conocéis.

Besos pa tos.

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