a frase es de François Mauriac (1885-1970), pensador y escritor, Premio Nobel de literatura en 1952. También se atribuye a Voltaire (1694-1778) y Alexandre Kojève (1902-1968), los tres franceses, lo mismo da. Es un pensamiento que hace pensar, valga la redundancia, y que tiene su aquel, aunque la muerte, efecto terminal del ser vivo sigue erre que erre.

En febrero de 1918, la comitiva fúnebre de la hija de tres años del maestro de Elizondo, don Eladio García se disponía a partir hacia el camposanto desde la casa Kuarteletxea. De pronto, una voz la detuvo, la de un familiar que bajaba a toda prisa la escalera exterior para comunicar al afligido padre que su otra hija, de cinco años, acababa de morir.

Las dos niñas fallecieron a consecuencia de la pandemia de la llamada "gripe española", que en realidad había llegado de Estados Unidos y causaría 50 millones muertes en todo el mundo, infinitamente más que el coronavirus de ahora mismo. Don Eladio, un estudioso de la libre enseñanza que salvó a sus alumnos en la riada de Baztan de 1913, era el padre del escritor falangista o viceversa (nacería un año antes) Rafael García-Serrano, autor de La fiel infantería.

Ni que decir la tragedia que sufrieron don Eladio y esposa al morir a sus dos pequeñas hijas en dos días, pero una más en la mortandad de aquella gripe brutal que destrozó familias y causó un millar largo de víctimas (sobre todo en Elizondo y Elbete) a orillas del Bidasoa. Hasta pasada la mitad del siglo XX, persistían creencias y usos (incluidos supersticiones y prejuicios) que ahora tacharíamos de ridículos, los mismos enterramientos por ejemplo.

Un corresponsal anónimo decía el 24 de marzo de 1849 en el periódico La España (lo llegó a dirigir Francisco Navarro Villoslada) algo que era habitual: "A propósito de difuntos, pues que no toda la atención se han de absorber los vivos, particularmente en esta época de ayunos y penitencias,: en Baztan siguen la costumbre de enterrar los cadáveres en las iglesias ó sus inmediaciones : los ricos se depositan en la iglesia, y los que carecen del unto mejicano (el dinero), van a tomar el fresco a la parte de fuera, sucediendo muy a menudo que los perros (....) y me limitaré a decir a Vds. que esto me parece muy poco religioso y ofende la moral pública".

Y concluía afirmando que el clero de Baztan es "muy instruido y sumamente religioso, y sigue esta rutina, sin duda por no chocar con esta costumbre inveterada que no deja de tener muchos defensores". Parece que se quiso llamar la atención del gefe (sic) pero no se le pudo hacer presente "cuanto ocurre con los pobres que se entierran fuera de la iglesia".

El jurista Bonifacio de Etxegaray, experto en el derecho consuetudinario, destacaba la labor de los barride (vecinos más cercanos) en el proceso funerario: "...en las diligencias del amortajamiento del cadáver intervienen los vecinos; así, concretamente, en Ciga, donde ese servicio corre a cargo de los barrides. Ocurrida la defunción, son éstos los encargados de avisar a los sacerdotes forasteros y a las demás personas que han de asistir al sepelio y a los funerales".

Hasta hace 50 años, los mayores lo recordarán, el luto se guardaba con rigurosidad. Las mujeres vestían de negro al menos un año, y los hombres llevaban en la manga de su chaqueta un brazalete de tela negra que se reducía con el paso de los meses, un triángulo de luto en el borde de la solapa y finalmente unas puntadas de color negro. Se notificaba a las abejas de la colmena el deceso del señor de la casa y se cubría con tela negra el escudo de la fachada.

Tras el funeral, se ofrecía una colación a los asistentes más cercanos, lo que no pocas veces acababa casi en juerga ("funeral en Baztan, boda sin kordion", le recuerdo decir al amigo Pedro Mari Quevedo) que llegó a prohibir la autoridad ("ninguno non fuese osado de facer grandes comeres ni convivios", dictó Carlos II, el Malo, en I383), cierto es que con poco o peor, ningún éxito.