Mi pueblo ahora es muy pequeño, apenas vive gente. Bueno, cuando toca una buena añada y traen al mundo algunos chicos, para el año siguiente da gusto ver la plaza con un ritmo de vida diferente. Es verdad que ya no hay escuela. Ahora es sala concejil, si bien los concejos son tan de tiempo en tiempo que hasta se hacen en el bar del pueblo. No deja de ser este local un lugar más de carácter social, donde se junta la gente al finalizar el día y comparte sus vivencias cotidianas.

La abuela Aurelia tiene una recua de años, si bien se los guarda por vergüenza. “¡A no decir, que te enteras !” exclama casi azorada, cuando le pregunto.

Aurelia recuerda sus días de escuela, “¡qué de gente.! A veces los chicos fallaban. Asistían menos”. Esos días de ausencia coincidían con el tiempo de la poda de las viñas. “Había que sarmentar” me dice. “O cuando tocaba la faena de la siega que hasta que llegó la cosechadora La internacional, había que recoger el trigo a golpe de hoz y cazoleta. Qué cabreo el del maestro, le dejaban la escuela sin clientela y veía tanto asiento vacío que le venía la pena y hasta perdía la ilusión de su magisterio. Basilio era el maestro. Un maestro viejo pero de ideas un tanto revolucionarias para aquel tiempo. Era un hombre apegado al pueblo y conocedor de casi todo. Sabía, por qué Eufemia, la niña de tez blanca y extrema delgadez, sufría esos desmayos demasiado a menudo. Esa falta en la costumbre de comer, porque en su casa no sobraban los cuartos. Sabía cuándo Narciso llegaba marcado a la escuela, de dónde le venían los moratones. Su padre bebía tanto que se le iba la mano con el hijo. Basilio no se cortaba un pelo y marchaba como alma que lleva el diablo hasta su casa y le echaba unas broncas que lo dejaban patitieso. Basilio no soportaba esa humillación y estaba dispuesto siempre a casi todo. Cuando se vaciaba su escuela, convocaba a concejo. El alcalde le amonestaba. “¿ A ver quién era él para convocar nada?” “¡ Pues soy el Ángel de la guarda!” le contestaba muy tiesico. Y es que Basilio no soportaba que los chicos, cuando se hicieran grandes fueran casi analfabetos. Quería una generación de jóvenes renovados y aprendidos, por lo menos una buena caligrafía y las tablas de sumar, restar, multiplicar y dividir. Y lo que no soportaba era que para poder estudiar hubiera que irse monja o fraile, que bastantes había ya en el pueblo. Basilio acudía a misa los domingos. Tenía que estar a bien con unos vecinos que eran de misa y comunión diaria y de confesión semanal. Pero él no sentía mucho aprecio por una iglesia que sermoneaba mucho y practicaba poco. Con Severino, el cura de Egiarte, tenía unas trifulcas de la de Dios en padre. En el fondo se apreciaban, pero una disputa a la semana por lo menos, para mantener la costumbre. Discutían de casi todo. Basilio era muy leído y no se cortaba un pelo con el curilla. Una vez en medio de la discusión, dicen que le llamo “ cuervo” . Aquel insulto generó un distanciamiento que duro por lo menos dos meses. Basilio era reñidorico pero también era un hombre al que no le costaba pedir disculpas cuando tocaba hacerlo. Esa prolongada separación acabó con una merienda que se hizo en la casa cural. Dicen, que le dieron al vino mas de la cuenta y que los dos acabaron de madrugada cantando jotas, algunas hasta picaronas. Hoy en el pueblo recuerdan con cariño a Basilio “ El Rojo”, el maestro. Bueno lo recuerdan muy pocos, porque ya no quedan casi alumnos vivos. Aurelia es una de ellas. “!Que éramos escuela mixta, majo, bien que modernos ! Allá navegábamos con el maestro Basilio. Navegábamos por esos mares del planeta buscando continentes y países nuevos, a través de aquella gran bola del mundo, que no paraba nunca de rodar.”