El José Ignacio Lacasta que yo conocí
Miembro de una amplia familia bien conocida en Zaragoza y en Pamplona, fue uno más de aquella generación que, a las postrimerías de la dictadura fascista española, se comprometió en la lucha para denunciar y acabar con ese régimen infame. No coincidí con él en mi época de estudiante universitario en la capital aragonesa, pero sí cuando volví a esa ciudad como profesor contratado en la universidad.
En la que quizás fue su última aparición pública, en octubre del 2023, recordó los momentos de alto riesgo en el que vivían los luchadores en la clandestinidad. Fue en un encuentro que reunió a centenares de militantes antifranquistas en Aragón, luego publicado como Testigos de cargo. Testimonios de la represión franquista en Aragón entre 1960 y 1976. En él se desgranaron numerosas circunstancias penosas sufridas por los que cayeron en manos de la Brigada Político-Social franquista.
José Ignacio había sido detenido a finales de enero de 1973 cuando era miembro y dirigente, lo fue durante muchos años, del Movimiento Comunista de Aragón. En el Aula Magna de la Facultad de Filosofía y Letras de la universidad zaragozana recordó con dolor aquel episodio de detención. Con un tono de voz ya entonces debilitado, pero, sin embargo, bien sostenido, relató los interrogatorios, registros y golpes a los que fue sometido. Algo que buena parte de la numerosa asistencia al acto podría haber corroborado con sus propios testimonios.
Destaca de todo ello la decisión temprana de incorporarse a la lucha antifascista, en su caso desde el Movimiento Comunista, organización revolucionaria de largo recorrido. Como profesor de Derecho, que fue durante muchos años, le dolía el funcionamiento del poder judicial español a la vista de su comportamiento infame con las víctimas del franquismo, por no aplicar las leyes desfavorables a torturadores, asesinos y victimarios.
En sus propias palabras: “un juez lo que debe hacer es ponerse del lado del derecho de las víctimas”, pero el Tribunal Constitucional, siguió diciendo, construyó una teoría de la inaplicabilidad con sentido retroactivo de las leyes que emanan de la Constitución a situaciones anteriores a la misma, aunque bien la habían ejercido cuando se legitimó al rey Juan Carlos I, hecho anterior a la Constitución y designación que contó con el único bagaje de su nombramiento por Franco. Lacasta nunca cejó en la crítica severa de esa y otras limitaciones de la democracia española cuando ésta se fue configurando.
Más allá de todo esto, quiero destacar el tipo de persona que yo conocí cuando a finales de la década de los 1980 coincidimos en la universidad maña. Yo trabajaba en Zaragoza, pero de habitual residía en Pamplona; él, cuando decidió volver a su lugar de origen, Pamplona, se reconvirtió a lo que le gustaba decir “majuelizar su vida”: vivir en Pamplona y trabajar en Zaragoza.
Esto propició que los lunes temprano viajáramos en su coche hasta la capital aragonesa siguiendo ese plan de vida y de trabajo. Son algunos de los momentos que mejor recuerdo de él, en los que hablábamos de muchas cosas. Siempre se mostró como un hombre alegre, chistoso, gran conversador y muy culto. Podrían haberse escrito unos curiosos diarios de viaje con todo lo que nos comunicábamos.
Ahí es donde se destacó primordialmente José Ignacio, mostrándose como un intelectual de vocación, un trabajador que pugnaba por estar al día en las materias de su interés, con una decidida pasión por la filosofía del derecho, algo que, a mí, profano en esas lides, me vino muy bien. Aproveché muchas de las disquisiciones que surgían en el trayecto para después consultar algunos de los autores que él apreciaba o había analizado.
Por supuesto, no era nada de Carl Schmitt, sostén jurídico aprovechado por el nazismo, pero lo consideraba un pensador que había que estudiar y rebatir, y sí que era mucho de Hans Kelsen y su Teoría general del Derecho. Lacasta había escrito con anterioridad algunas obras que en su momento fueron reseñables como Hegel en España, o ensayos sobre Antonio Gramsci y otros.
Pero, lo relevante en mi opinión fueron el volumen dedicado a lo que denominó Cultura y gramática del Leviatán portugués, un análisis de la situación política portuguesa tras la Revolución de los Claveles, (obra finalista del Premio Nacional de Literatura, modalidad Ensayo, en 1988), y La España uniforme, escrito hace más de dos décadas y obra a la que, vista la situación política actual, habría que volver y releer.
Recuerdo que me pidió que presentara dicho libro en la Universidad Pública de Navarradonde yo ya había ya recalado y así lo hice. Todavía estoy viendo cómo José Ignacio, al hacer una defensa cerrada de los derechos humanos de las personas, de todas las personas incluso de las personas presas acusadas de pertenencia a ETA, hubo quien se removió en el asiento y marchó airado de la sala.
Siguió escribiendo después de su jubilación y conservó hasta el final la agilidad y lucidez mental que le caracterizaron, demostrados en el ensayo que dedicó a George Orwell: vida y filosofía política (2022), autor del que nos descubrió aspectos poco conocidos y del que se mostró lector devoto.
Desde Colombia, donde vivía desde hacía tiempo, remitía a los amigos recurrentes análisis de la situación histórica vivida tras el enorme triunfo de la izquierda en aquel país. Aquel proceso, que le ilusionó enormemente, lo vivió en primera persona y en él puso todo de su parte, junto a su compañera Melba, para ayudar a la solución de los problemas incrustados en la sociedad colombiana.
Fue miembro del Observatorio Iberoamericano de la Paz en Colombia y antes ejerció como profesor catedrático de Filosofía del Derecho en la universidad de Zaragoza. Pero, más allá de su currículum académico, fue un hombre entero, de aspecto jovial y trato cordial, tan amigo de sus amigos como sutil y directo en la crítica ante los defensores de la injusticia.
Contemplado su perfil humano e intelectual, y a la vista de su amplia obra, sería magnífico una recopilación de su legado y un estudio profundo del mismo.