Tengo una noticia buena y otra mala. La buena es que empiezan a verse brotes verdes. La mala es que son de mi poinsetia. Bueno, más que mala supongo que la noticia es inútil, porque no creo, ni por lo más remoto, que sean estos los brotes verdes a los que se referían cuando hablaban de los males que nos aquejan. Si así fuera, desde ya pongo mis brotes a disposición del bien común, porque animar sí que anima verlos, al menos a mí, claro, que soy la madrina. Verdaderamente no daba un duro por que saliera nada de esos cuatro palos secos en los que había convertido a mi Flor de Pascua con la poda que le practiqué. Pero ahí están ellos, despuntando. Le hacen a una creer en los milagros, y parece que empiezan a hacernos falta. En tiempos tan oscuros hay que agarrarse a cualquier motivo de celebración, por pequeño que sea. Pero esto que yo les expongo aquí y ahora, en un plano botánico cuasi místico, lo tenemos ya muy asumido, y lo practicamos decididamente y sin complejos, en cada ocasión que se nos presenta. Ahí tienen por ejemplo el día de San Blas, cómo acudimos en masa a hacer acopio de repostería, dándole la espalda a la crisis y al colesterol y la cara al txantxigorri. Por lo menos, nadie nos podrá decir que no nos comemos un rosco.
Vamos, más o menos lo que otros hacían a miles de kilómetros, pocas horas después, reuniéndose con parecido entusiasmo para rezar y comer roscos. De hecho, es lo que sirvieron como menú en el celebérrimo desayuno de la oración presidido por Obama, panecillos con agujero, para ser exactos. Para cuando Obama and company se reunieron a desayunar rezando, nosotros, sin rezar ni cantar himnos, porque aquí te arrancas y aparece la SGAE, nos habíamos metido nuestras buenas raciones entre pecho y espalda, desayuno y merienda como el Cola Cao. Conclusión. A nadie le amarga un dulce, y si es bendecido mejor, no vaya a ser que funcione. Virgencica virgencica, que me quede como estoy.