CADA día de nuestra vida no dejamos de tomar decisiones. Son de lo más variado. Curiosamente, la mayoría son inconscientes ya que abarcan situaciones cotidianas típicas, pero existen muchas que son conscientes y que exigen meditarlas un poco. Un caso típico sería desplazarnos con el coche y pensar la ruta más rápida. Otras, las menos (por eso son las más importantes), exigen un análisis más profundo: qué carrera estudiar, salir o no con otra persona, qué tipo de carrera laboral realizar, en qué barrio vivir?
Estas decisiones en el caso de un empresario son relevantes, ya que se trata de contratar a más personas, ampliar una línea de producción o abrir un nuevo mercado, entre otras.
Subiendo la escala, las decisiones de un político son todavía más relevantes, ya que, para lo bueno y lo malo, abarcan muchas personas, como recuerda el caso de la reforma laboral.
¿Cómo tomamos las decisiones? Aunque la teoría económica distingue entre el consumidor, el productor o empresario y el sector público o político, el análisis coste-beneficio sirve para los tres agentes económicos. En el momento de tomar una decisión, valoramos los costes de tomarla y los ingresos hasta calcular un posible beneficio. Si el beneficio es positivo, vamos hacia delante. En caso contrario, no hacemos nada (se debe recordar que no tomar una decisión es una decisión).
No obstante, este análisis tiene dos problemas; por un lado, muchas veces la valoración del ingreso y del coste es subjetiva y no se puede hacer en términos monetarios exactos; por otro lado, no se tiene en cuenta el coste de oportunidad.
Podemos analizar estas dos ideas a partir de la reforma laboral.
El análisis coste-beneficio es muy sencillo: el Gobierno entendió que a corto plazo se iba a generar más desempleo y se iba a sufrir una huelga general (como reconoció Rajoy probablemente de forma consciente), pero a largo plazo se iba a crear más empleo ya que las empresas podían contratar de forma más flexible. Como el ingreso es mayor que el coste, la reforma laboral se lleva adelante. Tiene sentido, ¿no?
Para saberlo, vamos a valorar el coste de oportunidad. En términos económicos, el coste de oportunidad es el sacrificio que supone tomar una decisión. Por ejemplo, a la hora de medir las enormes inversiones en aeropuertos o en el AVE, entre otras, no se valoró de forma suficiente lo que se podría haber hecho con todo ese dinero: más hospitales, más educación, más investigación o más ayuda social (por desgracia, en este caso los incentivos para los políticos son perversos: los votantes tendemos a valorar más una gran construcción que pequeñas inversiones aunque sean más rentables a largo plazo).
La cuestión es que no tendemos a valorar la incidencia del coste de oportunidad en nuestras decisiones. Una oferta en un gran centro comercial puede no ser buena debido al coste de llevar el coche, los atascos, las esperas en la caja o la dificultad de buscar el producto pese a que en términos monetarios salgamos ganando. Trabajar más horas (salvo necesidad) supone menos tiempo para la familia, el ocio o el descanso. Cuando vemos que un ciclista deja ganar a su compañero de equipo, decimos: "qué gran persona", pero, ¿qué pensaríamos si hubiera hecho lo contrario?
Es como si cada decisión tuviese su anverso y su reverso. Así pues, ¿cuál es el coste de oportunidad de la reforma laboral?
No había otro remedio. En términos técnicos era una exigencia de la Troika (Unión Europea, Banco Central Europeo y Fondo Monetario Internacional), y no hacerla suponía un castigo por parte de los mercados enorme, ya que el coste de la deuda se habría disparado y las comparaciones con Grecia o Portugal no se habrían hecho esperar.
En conclusión, según la teoría tradicional de la decisión, ¿cómo decidió el Gobierno la reforma laboral? Le bastó valorar el coste de oportunidad.
Javier Otazu Ojer
Profesor de Economía de la UPNA y de la UNED